Mi trabajo consiste en evaluar si una acción de un gobierno consigue mejorar
la vida de los ciudadanos.
¿Cómo la evalúa?
Soy un científico social, así que mi método es el científico, el popperiano, y no difiere del utilizado por un laboratorio cualquiera de química u otra ciencia experimental.
¿Con las estadísticas no basta?
No son suficientes. Nosotros, además, precisamos si el presupuesto destinado a una acción de Gobierno ha logrado sus objetivos; y si no, cómo, dónde y por qué ha fallado.
¿Cree que ahora evaluamos mal?
Metemo que hoy sólo son los políticos quienes juzgan las iniciativas de los gobiernos o los periodistas. Y no siempre –discúlpeme– saben ustedes de qué están hablando.
No ignoro mi ignorancia.
Los periodistas se ven obligados a hablar de todo sin saber de qué hablan y buscan el titular, y los políticos suelen confundir sus intereses con los de la sociedad y calibran la inversión presupuestaria por su beneficio electoral en votos y no por su efectividad en mejorar la vida de los ciudadanos.
Y a menudo nadie evalúa ni mide nada.
Cierto: los políticos anuncian a bombo y platillo una acción de gobierno; los periodistas les hacen el altavoz o la critican sin conocimientos, y todos los contribuyentes la pagamos y nadie se molesta al cabo de los años en evaluarla. Funcione o no: esa medida logra titulares y votos y después se olvida y hasta la próxima.
Deme un ejemplo de sus evaluaciones.
He medido para el Gobierno estadounidense el impacto del programa Section 8: durante doce años, ha subvencionado con 7.600 dólares anuales a familias de guetos, como Harlem, para que pudieran alquilar viviendas en otros barrios menos pobres.
¿Ha funcionado?
Los economistas que lo diseñaron creían que, al sacar a una familia del gueto, mejorarían también la educación de sus hijos; sus empleos y, al cabo, sus ingresos.
Plausible.
Pues no: ese dinero no ha mejorado ni empleos ni ingresos ni resultados escolares.
¡Algo habrá mejorado!
Sí: las depresiones y salud mental de las madres, porque ahora ya no temen a la violencia callejera. El Gobierno creía incrementar el capital social e intelectual de los barrios y en realidad ha gastado 40.000 millones en un inmenso programa de salud mental. ¿Votarán los contribuyentes a un político que realiza ese gasto con esos resultados?
¿Nuestra educación es rentable?
Estaba trabajando en el Instituto Max Planck de Berlín cuando se hicieron públicos los resultados de un informe PISA: los alemanes habían quedado en el puesto 17 de 44 países evaluados. Para Alemania fue una catástrofe nacional, que se discutió hasta la saciedad semanas en todos los medios.
Aquí suelen durar un día en titulares.
Y obligó al Gobierno alemán a realizar un enorme esfuerzo presupuestario en educación que ha mejorado las posiciones del país en todas las pruebas. México quedó el último y obtuvo un préstamo del Banco Mundial de 12.000 millones para escuelas.
Bien hecho.
¿Lo ve? Una mera prueba mejora el futuro de un país, pero yo, además, les diría dónde falla un programa educativo y por qué.
Pues diseñemos uno contra el paro.
Acabo de hacerlo. He participado en la evaluación de las políticas de empleo de bajo salario en Francia, Alemania, Holanda, Gran Bretaña y EE.UU.
Todos alaban la flexisecurity danesa.
Por eso los dossiers dedicados a cada país acababan todos con un apartado de cómo aplicarla a sus mercados de trabajo.
¿Y...?
Copiar el método danés es fácil; conseguir sus resultados es más complicado.
¿Por qué?
Porque podríamos aplicar exactamente el mismo protocolo que los daneses, pero en otras sociedades no funcionaría, porque ellos tienen cohesión social, complicidad: el empresario y los empleados reman en la misma dirección, y cuando el empresario les dice que hará lo posible por volver a emplearlos si ahora le ayudan a salir del mal momento, ellos le creen y él después cumple.
Y en otras sociedades se desconfía.
A menudo con razón. En los países escandinavos esa confianza permea las relaciones laborales y el respeto a las leyes. Esa confianza en que empresarios y empleados cumplen les permite ser muy eficientes. En los países latinos esa cohesión, esa complicidad y ese respeto no son tan habituales.
¿Cómo evaluaría políticas de empleo?
Haría un programa piloto y el seguimiento de dos grupos de parados: a uno se le aplicaría y a otro no. Después diseñaría una evaluación con validez científica; comprensible para el público y con consecuencias prácticas que pudieran aplicar los políticos.
¿Pero qué mediría?
No sólo el aumento del empleo, sino también el número de horas trabajadas y las cantidades pagadas desde el inicio de la aplicación del plan. Se trata, en definitiva, de medir el impacto de las políticas de empleo en la mejora de la vida de la gente y no sólo en las estadísticas de empleo.
¿Alguna sugerencia para España?
Diseñen su propio plan a partir de los existentes en otros países y adáptenlo a su realidad. Lo que tienen no funciona.
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