Siete años desde aquel día aciago y no son suficientes. No lo son para borrar por completo de la memoria la conmoción, el espanto, el dolor, las preguntas sin respuesta. Pero tampoco para recordar como es debido a las víctimas directas, a los inocentes –siempre es inocente la víctima del terrorismo– muertos en los trenes, a los heridos, a los que perdieron hijos, hermanos, padres, amigos y conocidos. Ni han bastado siete años para que fragüe en la conciencia de la nación. ¿Nación? España se dividió entonces como en otras ocasiones amargas, que así devinieron momentos crepusculares, instantes en los que el fiel de la balanza se inclina no sólo por la fuerza bruta de los hechos, sino por el comportamiento que emerge en ese trance, por el modo en que se le hace frente. Nada está escrito, no estaba predeterminado, pero volvió a suceder y sucede aún.
Las ceremonias para rendir homenaje a las víctimas, acogerlas y acoger lo ocurrido en la historia y la memoria colectivas, han ido menguando, adelgazando de peso institucional, hasta que han aparecido relegadas a la condición de actos locales. Al menos, Madrid no olvida, cómo podría. Todavía meses después del atentado, se percibían la pesadumbre y un silencio cabizbajo que ahogaba el natural bullicio urbano. Pero incluso a los siete años, minimizados y todo, los actos sirven para marcar distancias. De un lado, Manjón y los suyos inauguran "su" monumento y hacen gala de hostilidad hacia la parte y el partido contrarios. Del otro, los demás hacen sus ofrendas en compañía de pocos representantes institucionales, a tenor de lo anunciado. Aquel mundo de la cultura que tanto buscó y encontró el primer plano durante unos días que debieron ser de llanto y fueron de odio, ha elegido la fecha para dedicarla a Garzón, otro guión para la misma película. Mismos protagonistas y el director que anunció a la prensa internacional que el Gobierno Aznar estaba dando un golpe de Estado. Un cine en blanco y negro.
Vaya panorama, siete años después. Pero qué poco ha cambiado. Es, sin embargo, lo que cabe esperar cuando se carga la culpa de un atentado sobre un Gobierno y se muestra así, con pasmosa naturalidad, la disposición a someterse al terror. De esa indignidad que fue instigada por unos y compartida por tantos, este tenso olvido de muchos.
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