Han pasado 30 años desde la primera publicación del Manifiesto por la igualdad de los derechos lingüísticos en Cataluña. El lapso de 30 años es una unidad natural en Demografía, el de una generación, la distancia temporal que separa a los padres de los hijos. Está bien que los padres de aquel documento expliquen algo a sus hijos, los que han recogido la antorcha.
El Manifiesto no fue una consecuencia del 23-F, el intento de cuartelazo de 1981. La prueba es que el texto del Manifiesto (en el que yo no intervine) circuló a finales de 1980. Se publicó el 12 de marzo de 1981 (por Diario 16) porque ningún otro medio quiso hacerlo. Por ejemplo, El País editorializó repetidamente contra el Manifiesto, pero no lo publicó hasta varios meses después.
El Manifiesto recuerda irónicamente el "Manifiesto de los intelectuales" franceses de 1898, encabezados por Emilio Zola, como protesta contra el antijudaísmo del Gobierno de Clemenceau. Ahí aparece por primera vez el sustantivo "intelectual". Los intelectuales son los que se manifiestan contra las injusticias en la época del periodismo de masas.
El Maniifiesto de 1981 anticipa y denuncia la política de inmersión lingüística y de normalización de la lengua catalana. Esas expresiones melifluas significan el propósito de orillar el castellano de la vida pública catalana, especialmente de la enseñanza. Lo curioso es que esa política la defienden muchos medios que se escriben en castellano. La paradoja se explica porque la realidad social catalana es la de una comunidad con dos lenguas.
La política de inmersión y de normalización tuvo un éxito aparente porque, efectivamente, el castellano se vio desplazado de la vida pública de Cataluña. Pero la profecía resultó autoderrotante porque el castellano se siguió utilizando en la vida cotidiana y en los medios de comunicación. Esa persistencia se explica porque, durante la última generación, el idioma español ha pasado a ser de verdadera comunicación internacional. Después del inglés, el idioma que más se aprende en el mundo es el español. Ante esa fuerza natural, hacen bien los catalanes en seguir con el castellano, aparte del catalán cuando procede por razones familiares. Por otro lado, la costumbre en Cataluña durante siglos es que las dos lenguas (sus hablantes) han convivido con toda naturalidad.
El peor efecto de la política de inmersión y de normalización del catalán ha sido que Barcelona ha dejado de ser la capital de la cultura del mundo hispánico. Esa capitalidad corresponde hoy a Madrid, paradójicamente, después del Estado de las autonomías. Barcelona se ha convertido en una ciudad provinciana y cerrada, cuando antes era tan porosa y cosmopolita.
La reacción de los políticos y los intelectuales frente al Manifiesto ha sido pródiga en disparates. Por ejemplo, a los firmantes se nos tachó de anticatalanes. Cierto es que muchos de nosotros huimos de Cataluña, pero porque nos sentimos amenazados. Baste recordar el secuestro y el tiro que recibió Federico Jiménez Losantos, el más vocal de todos nosotros. Pero resulta un absurdo que fuéramos anticatalanes por la sencilla razón de que nos sentíamos españoles. Lo que pretendíamos era algo tan simple como que Cataluña siguiera disfrutando de las dos lenguas. El bilingüismo es una situación corriente en casi todos los países europeos, excepto en Islandia y Portugal. El bilingüismo solo se puede tratar con el principio de libertad.
Otra crítica, aún más malévola, fue que los firmantes queríamos volver al franquismo o incluso que éramos una especie de fascistas. La verdad es que los firmantes que yo traté eran entonces más bien proclives al Partido Socialista y, en todo caso, aborrecían la dictadura franquista. Cierto es que abominábamos el nacionalismo catalán, pero por ser provinciano y reaccionario. Nuestra protesta era más cultural que política. Es decir, corta los límites de las distintas ideologías políticas.
Lo malo de los presagios adelantados en el Manifiesto es que acertamos. Puede, incluso, que nos quedáramos cortos. Por ejemplo, la política de inmersión y de normalización lingüística ha sido aceptada en toda España por muchas personas influyentes, instaladas en distintas ideologías.
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