Reproducimos a continuación un extracto de la introducción del libro 'La sonrisa de Julia Roberts' (editorial Chronica), escrito por José Antonio Zarzalejos (El Confidencial) y que saldrá a la venta el próximo lunes 18 de abril. Un ensayo donde uno de los más finos periodistas políticos españoles realiza un clarividente y certero análisis sobre uno de los periodos más turbulentos y complejos de la historia reciente de España.
Cuando el lector se adentre en las páginas de este libro entenderá cabalmente el sentido de su título. Porque todo el patrimonio biográfico de José Luis Rodríguez Zapatero cuando llegó a la presidencia del Gobierno tras las elecciones del 14 de marzo de 2004 podía resumirse en una sonrisa. Era entonces un hombre sin biografía, sin trayectoria, sin un bagaje de cierta relevancia. Liofilizado en dos siglas eufónicas -ZP-, el presidente era el representante de una generación socialista ideológicamente vaciada que había sustituido la doctrina izquierdista tradicional por la evanescencia del llamado progresismo. La dirección de España quedaba así en manos de un joven diputado socialista que había ocupado la bancada del PSOE en el Congreso desde 1986 sin que nadie advirtiera su presencia, catapultado al escaño desde León en donde había mostrado buenas dotes de manejo de las interioridades provinciales del partido y muy escasas tanto en la abogacía como en la docencia universitaria. Nadie conocía de él cosa alguna destacable o notable. Un grupo de compañeros que se agavillaron en torno a la denominación de Nueva Vía decidió, casi como una apuesta jocosa, lanzar a este vallisoletano recriado en tierras leonesas a competir en el 2000 con el buda socialista José Bono. Logró hacerse con la secretaria general del partido, apenas con nueve votos de diferencia, por exclusión -los delegados votaron contra los otros candidatos más que a favor de Rodríguez Zapatero- en un momento desolador para el PSOE, después de una travesía del desierto, comandados por el frustrado Almunia y el frustrante Borrell. Eligieron con los ojos cerrados, como quien lanza los dados agitando el cubilete. Saliese lo que saliese de la jugada no sería peor de lo que entonces concernía al socialismo español oscurecido por el nuevo conservatismo español que José María Aznar había guiado al poder, y disfrutándolo, con una contundencia histórica.
La página en blanco que Rodríguez Zapatero representaba reclamaba a gritos un relato, una construcción verbal coherente del quién y del para qué ese líder en esos momentos del inicio de la centuria. Y así fue como nació el andamiaje progresista en el que hasta 2008 se sostuvo la arquitectura efímera de ZP que consistió en la atribución al personaje de una serie de connotaciones progresistas que sustituían la encarnadura ideológica de una izquierda que se había quedado desde hacía ya mucho tiempo sin referentes sólidos. La generación de líderes, desde Reagan hasta Juan Pablo II, que desde troneras liberal-conservadoras, bien surtidos de claros principios de ética cívica, consiguieron cerrar la guerra fría con la caída del Muro de Berlín y provocado con ello la sepultura del socialismo real y un profundo desconcierto en la izquierda europea, sólo permitió después la emergencia de una generación ideológicamente ligera de laboristas como Tony Blair en Gran Bretaña o de socialdemócratas en Alemania como Gerhard Schröder.
En España las condiciones socio-políticas y económicas no indicaban la conclusión del ciclo conservador protagonizado desde 1996 por el Partido Popular. De no mediar la convulsión de los atentados terroristas del 11 de marzo de 2004, su gestión inadecuada por el Gobierno de Aznar y la agitación intimidante de la izquierda el día de reflexión -13 de marzo de 2004- previo a la cita con las urnas, es más que probable que los comicios los hubiera ganado Mariano Rajoy. No obstante, los dos últimos años de la segunda legislatura de Aznar, cuando ya se acercaba el plazo por él marcado para abandonar la presidencia y la candidatura a la misma por su formación política, las posibilidades de que el PP repitiese mayoría absoluta era más que inciertas días antes de los crímenes del 11-M. El sucesor de José María Aznar estaba llamado a recibir el castigo electoral que la sociedad deparaba al PP por su distanciamiento de la opinión pública nacional a propósito de la guerra de Irak y el despliegue poco púdico de algunos comportamientos incoherentes con el marchamo riguroso y sobrio que el mismo Aznar se había encargado de propugnar de forma reiterada. Rajoy pudo obtener -de no mediar la tragedia y su manejo torpe desde la Moncloa- una mayoría simple suficiente para gobernar a través de acuerdos con los grupos nacionalistas como hiciera su predecesor en 1996. De ahí que se haya afirmado con propiedad -es decir, con rigor- que Rodríguez Zapatero y el PSOE se encontraron con el poder como resultado de una concatenación de circunstancias en las que drama y torpeza se fundieron en unas jornadas trágicamente inolvidables.
Rodríguez Zapatero y el PSOE obtuvieron el poder democráticamente por más que pueda reprocharse de manera permanente la agitación y propaganda que con la peor factura del izquierdismo agreste se adueñó de la víspera electoral
Sin embargo, pese a los intentos de deslegitimación que menudearon -siendo la más grave la versión conspiratoria de la llamada autoría intelectual de los atentados terroristas del 11-M- lo cierto es que Rodríguez Zapatero y el PSOE obtuvieron el poder democráticamente por más que pueda reprocharse de manera permanente la agitación y propaganda que con la peor factura del izquierdismo agreste se adueñó de la víspera electoral. Pero aun contando que con semejante e intimidante movilización pudiera haber tenido alguna incidencia en la victoria socialista, nadie está autorizado a deslegitimarla en la medida en que por parte del Gobierno popular se produjo, simétricamente, una renuencia insalvable a la rectificación de sus iniciales versiones sobre la autoría de los atentados que se entendió en amplios sectores del electorado como un propósito doloso de engaño o simulación ventajista.
La historia se asume pero no puede alterarse y Rodríguez Zapatero ha debido convivir con esa merma de normalidad en su elección -no faltan quienes se refieren a él como el presidente por accidente- que no dejará de acompañarle cuando desaloje la Moncloa. Y esas circunstancias tan especiales son donde cuaja inicialmente el relato de Rodríguez Zapatero como un progresista de nuevo cuño que es intitulado buenista, pugnaz valedor de un nuevo talante para abordar los asuntos públicos, militante en un optimismo antropológico que le haría contemplar los problemas, por complicados que fuesen, como dificultades sorteable o superables y decidido partidario del dialoguismo. La forma de ser de izquierdas, de practicar políticas socialistas, de diferenciarse de la derecha social y política, no consistía ya en la puesta en práctica de grandes políticas alternativas en lo económico, sino en procurar un cambio en el esquema de valores sociales desde la acción del Gobierno. Rodríguez Zapatero y sus compañeros de Nueva Vía nunca se han sentido sucesores, herederos, ni siquiera legatarios, de los valores que acuñó la Transición a la democracia; tampoco de las voluntades -prácticamente testamentarias- del llamado felipismo y carecen de memoria histórica inmediata, optando, muy por el contrario por la mediata para revertir las condiciones en las que se produjo el tránsito de la dictadura a la libertad. Desde ese punto de vista, con pocas ideas políticas y mucho efectismo connotativo en sus discursos y actitudes, el llamado zapaterismo ha sido y se ha comportado como un instrumento de subversión del status alcanzado en el sistema español hasta 2004. Una subversión que, al serlo es revisionista, aliñada en conceptos inasibles, de contenido indeterminado que, sin embargo, pronto comenzaron a sistematizarse en su capacidad depredadora de lo estatuido.
El presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero (Reuters).
A Rodríguez Zapatero -como a las mujeres felices- le favorecía que careciese de historia, de antecedentes, de referencias vitales que lo acotasen, que le procurasen alguna forma de previsibilidad en sus acciones y omisiones. Con el presidente socialista cualquier decisión era posible: desde la precipitada e insolidaria -internacionalmente incorrecta- retirada de las tropas españolas de Irak cuando allí permanecían en condiciones durísimas las estadounidenses, británicas y de los demás países de la coalición, hasta la activación de artefactos sociales tan impactantes como la ideológica de género -matrimonio homosexual-, o la reformulación, no sólo de la Transición, sino de la forma de concordia nacional mediante la construcción ad hoc de la llamada memoria histórica o el mendaz e incompetente “proceso de paz” con la banda terrorista ETA. Y en el ámbito de las relaciones internacionales, la Alianza de las Civilizaciones. Todo ello venía justificado en las declaradas “ansias infinitas de paz” proclamadas por el presidente del Gobierno abrazado a un extraño concepto igualitarista -que no de igualdad- practicado mediante el basto procedimiento de la implantación de la cuota.
El hombre sin biografía se transformó un 12 de mayo de 2009, desde el escenario, patéticamente, de la tribuna de oradores del Congreso de los Diputados, en su holograma invertido, es decir, en una imagen opuesta, de espaldas a sí mismo, de lo que fue
Este acúmulo de progresismos -explicados siempre desde un pío entendimiento de la política como espacio de justicia—se dio en llamar con acierto buenismo. Nadie lo definió mejor que Valentí Puig para el que el buenismo se caracteriza porque “se desentiende del conflicto”, porque “lo nivela todo, todo merece la misma compasión, el mismo sentimiento, todo preocupa e inquieta”. Para el escritor mallorquín “el buenismo, al desactivar la necesidad de la política, articula toda una estrategia de amortiguación, escape o dilación.” Pero el buenismo es sólo el origen de otros comportamientos que se adhieren a él formando un corpus de acción política meramente declarativa y subversiva de lo establecido. El talante, como bien dice Puig, no es un método sino “un estar, y no una forma de ser” careciendo por tanto de autenticidad. El dialoguismo es también corolario del buenismo, y siguiendo a nuestro autor, remite a la idea de un dirigente “sin aristas, de concepciones flotantes, obligado a imprecisar sus criterios en razón de alianzas parlamentarias y llevado a su extremo la concepción “dialoguista” tiene algo de relativismo, un contravalor que se atrinchera en el pensamiento débil (…) dado que la noción de autoridad es negativa, la única autoridad posible es el diálogo”.
Para Puig “como paradigma buenista, el talante de José Luis Rodríguez Zapatero viene a combinar esa dimensión de ilusiones redescubiertas -algo así como el adanismo- con un aspecto no del todo definido y que provisionalmente podríamos etiquetar como proteccionismo moral, un proteccionismo “light”, llevadero pero cada vez más presente.”
¿Cuáles son las consecuencias -han sido- del buenismo? Siguiendo a Valentí Puig, evidentes: la consolidación de una sociedad civilmente inmadura con seria erosión de su capacidad de iniciativa al edulcorar sistemáticamente su entorno y sus fallas. El buenismo, en definitiva, “conlleva un incremento de la entrega del ciudadano al Estado, como combinación de inercias y confianzas sin contrastar. Si todo el mundo es bueno, el mal desaparece”. Para otro autor -Miquel Porta- el buenismo es “una ideología sustitutoria “post-Muro” que viene a ocupar el vacío dejado por viejas concepciones totalitarias del mundo, como, por ejemplo, el marxismo o el socialismo. Lo peligroso no es el revival en sí, sino unas normas, valores y actitudes que, en la mayoría de los casos, responden a intereses particulares disfrazados de generales. Y ponen en peligro la libertad, la dignidad y el futuro de nuestra civilización”. Y, en fin, para Andrés Ollero los principios fundamentales del buenismo -en este caso el jurídico- se formulan así: 1º) prohibido prohibir, 2º) tendremos, en todo caso, derecho a todo lo no prohibido, 3) no cabe imponer las propias convicciones a los demás, 4) la tolerancia nos exige un máximo reconocimiento de derechos, en lucha contra toda discriminación, 5) toda desigualdad implica discriminación y 6) derechos gratuitos.
La contradicción queda reducida a un método político operativo que no admite controversia porque si la incoherencia es denunciada se rebate con los argumentos más banales de la etapa anterior
Toda esta teorización del buenismo, formulada en 2005 por estos y otros autores, se corresponde con lo que luego ha venido sucediendo en la política española y que en este libro queda reflejado en sus líneas más generales y, a la vez, más perturbadoras y dañinas. Ahora bien: la fragilidad, la levedad, la banalidad de este relato -una suerte de storytelling- se ha derrumbado con estrépito cuando la necesidad de la gestión política se convirtió en inaplazable en 2007, y dramáticamente en 2010, con la crisis económica. El hombre sin biografía se transformó un 12 de mayo de 2009, desde el escenario, patéticamente, de la tribuna de oradores del Congreso de los Diputados, en su holograma invertido, es decir, en una imagen opuesta, de espaldas a sí mismo, de lo que fue. Y comenzó entonces y continua ahora un trote reformador renuente, peligrosamente ventajista ante los mercados internacionales y la Unión Europea, que hace preguntarse al progresismo “¿Qué te pasa Zapatero”? interrogante espetada por Cayo Lara, un comunista hermético que dirige Izquierda Unida, que no metaboliza la volatilidad ideológica del Presidente del Gobierno. El dirigente comunista y toda la izquierda extra muros del PSOE trata de recuperar la identidad arrebatada por el presidente con unas llamadas mesas de convergencia “pueblo a pueblo, barrio a barrio” como “una auténtica cruzada contra la banca y las grandes empresas que roban y destrozan el empleo”.
En realidad a Rodríguez Zapatero, en el escenario de la crisis, no le pasa absolutamente nada para intranquilidad de Lara. Sólo demuestra su capacidad adaptativa que es propia de las arquitecturas ideológicas efímeras: se cambia, se altera, se revierte porque, en último término, el poder es la tierra prometida a la que ha de llegar y en la que ha de asentarse la política. El hombre sin biografía puede perpetrar algunas, pero no históricas, contradicciones ya que nunca construyó algo sólido sino que siempre fue liviano. Persiste el discurso de envoltura trátese de lo que se trate, bien de recortar los sueldos a los empleados públicos o congelar las pensiones, derogar subsidios o subvenciones, liquidar las Cajas de Ahorro o reformar las pensiones, apostar por la energía nuclear manteniendo supuestamente la fe ecologista y “verde”. Toda mutación es posible, incluida la de fomentar el laicismo, desairar al Papa y, simultáneamente, ajustarse a los acuerdos con la Santa Sede y seguir prestando el servicio de recaudación del Estado a la Iglesia Católica. La contradicción queda reducida a un método político operativo que no admite controversia porque si la incoherencia es denunciada se rebate con los argumentos más banales de la etapa anterior. La hipocresía compendia así la actitud moral de un poder ejercido de manera errática y oportunista.
El relato de Rodríguez Zapatero no es ya creíble y la sonrisa se transforma en mueca que, sin embargo, se mantiene. No sabemos hasta cuando se prolongara ese desafío que exterioriza la izada de los labios en una forma de gestualidad que embosca tanto desconcierto como voluntad de permanecer. Pero el rostro que una vez fue comparado con el de Julia Roberts podría ser el más adecuado para una película trágica de González Iñárritu. Sus conmilitones debaten si esa faz que fue buenista y ahora quiere ser reformadora en desprendida inmolación a la patria -“Cueste lo que cueste, me cueste lo que me cueste” ha proclamado el interesado- suma o resta como si al interesado le preocupase un adarme lo que los compañeros y amigos -algunos mártires de su síndrome de hybris- puedan pensar o sospechar. Él, que no tenía biografía, que era aparentemente feliz porque carecía de bagaje para el éxito o el fracaso, se ha hecho con una a costa de España y de los españoles. Nunca nadie, antes, en una democracia puso el poder al servicio de su propio yo como José Luis Rodríguez Zapatero. Relatar cómo lo ha hecho y con cuánto coste para la sociedad española es el propósito de estas páginas que ofrezco al lector desde una experiencia personal volcada al análisis -muchas veces perplejo y otras tantas alarmado- de este hombre sin biografía que sonreía como Julia Roberts en un lejano inicio del siglo XXI.
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