Dado que una discusión en medio del ruido de un bar no da para mucho, haré aquí algunas reflexiones.
La primera cuestión es la de si tenemos un gobierno efectivamente delincuente o no. Ciertamente lo tenemos. Por lo pronto, pero no solo por eso, es colaborador con banda armada, según he explicado muchas veces y no repetiré ahora. Ni este amigo ni nadie hoy por hoy han respondido a mis exposiciones concretas con más que vaguedades y empleo de eufemismos.
En el fondo se trata del prejuicio de que los políticos pueden saltarse las leyes y debe consentírseles, porque de otro modo el sistema peligraría. Yo creo más bien que el sistema democrático peligra más que nada por el "permiso" a los políticos de actuar de esa manera. Cierto, en todos los países democráticos existen políticos, incluso gobiernos, que rompen la ley o la interpretan de modo fraudulento, pero no con la gravedad que en España. Por otra parte esa impunidad del poder es típica de las "democracias bananeras", al estilo latinoamericano, a las que cada vez se parece más la española.
Un Gobierno como el actual justifica y premia el asesinato como medio de obtener grandes concesiones políticas, amén de dinero público y tantas otras ventajas. Lo justifica en general y para cualquiera, aunque él aplique su colaboración sólo a uno de esos grupos, la ETA, precisamente porque tiene con ella profundas e innegables afinidades ideológicas. En cierto sentido, cualquiera queda legitimado por un Gobierno semejante para emplear el terrorismo. Sin embargo, esta no es la solución conveniente, por diversos motivos:
Aunque un Gobierno delincuente socava inevitablemente la democracia (y ello es parte de su delito), atacando y desvirtuando la independencia judicial, por ejemplo, el sistema de libertades no está aún abolido en España. Aquí persisten las libertades de expresión, reunión, manifestación y asociación, y muchos jueces todavía no son simples títeres de un partido en el poder. No es lo mismo decir que la democracia está en involución, como sostengo y es fácil constatar, que pretender que esta ya no existe o es ficticia, como afirman la extrema derecha, los indignados y los simpatizantes del terrorismo.
El terrorismo lleva siempre las de perder a menos que encuentre una complicidad política importante en partidos y sectores nominalmente democráticos. La ETA ha dispuesto a lo largo de su historia de apoyos asombrosos. Incluso ha podido rehacerse y convertirse en una potencia política después de que el gobierno de Aznar la hubiera acosado e infligido una derrota tras otra. Este hecho agrava especialmente el delito del Gobierno actual.
Dado que permanecen las libertades, aunque en retroceso, es posible en principio oponer una resistencia activa y no violenta, una rebelión cívica dentro de los márgenes del sistema democrático.
El problema que se plantea, aquí llegados, es el de si es posible hoy un movimiento cívico realmente eficaz. Posible sí es, desde luego. El obstáculo principal no viene del sistema, por mucho que se halle en involución, sino de la dispersión y la confusión política de los opositores. Y no me refiero, obviamente, al PP. Encontramos con frecuencia a grupos y gentes que denuncian enérgicamente las fechorías del Gobierno, pero detrás de sus críticas asoman a menudo ideas antidemocráticas y antiliberales, ya las justifiquen con argumentos totalitarios o teológicos.
Como he reiterado, la dificultad, sobre todo por parte de la derecha, radica en su ineptitud para crear opinión pública, ineptitud que refleja a su vez su desprecio a dicha opinión. No ya la extrema derecha, sino el PP, tienen ese grave defecto, que deja a la izquierda el cuasi monopolio de la lucha por las ideas.
Para que la situación cambiase de modo efectivo serían precisas dos cosas: un programa claro, concreto y lo más breve posible, y líderes (después o al mismo tiempo vendría la organización). Hasta ahora, una y otra cosa se han revelado imposibles. Sin duda ello refleja una decadencia mucho más profunda del espíritu cívico y una enorme confusión de creencias e ideas, algo que no extrañará mucho tras decenios de falsificación del pasado y del presente, de expansión de la telebasura y otras muchas basuras, y de corrosión del más elemental sentimiento de identidad cultural y del instinto de conservación de nuestra sociedad. El mal ha avanzado mucho, sin duda, pero creo que la partida dista de estar terminada aún. En cualquier caso, una mala causa debe ser denunciada aunque parezca poderosa, y una buena causa defendida aunque sus perspectivas se presenten poco halagüeñas.
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