La obra equivalente en teoría económica a Montesquieu es la Investigación sobre naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, un tratado no menos monumental, profundo y sistemático escrito por un amigo y discípulo de Hume, el también escocés Adam Smith (1723-1790). El libro aparece en 1776, el mismo año en que Jefferson redacta la Declaración de Independencia norteamericana, y es en cierto modo una continuación del muy importante texto que Smith había redactado para sus alumnos de Filosofía Moral en la Universidad de Glasgow, la Teoría de los sentimientos morales (1759).
Su precedente inmediato son los «fisiócratas» franceses (Quesnay, Turgot, Du Pont de Nemours), que si bien tienen a la agricultura como única fuente real de riqueza, y consideran “parásitos” al comerciante y al industrial, son los primeros en captar la formación y distribución de bienes en forma de totalidad sintética, perfilando así la economía política como disciplina científica. Quesnay, que como Locke y Mandeville fue un médico –y nada menos que de Luis XV- confeccionó su famoso Tableau economique (1758), donde expone en forma diagramática el flujo de pagos recíprocos entre los diversos sectores, y Turgot concibe ya el equilibrio general (o de la economía en su conjunto). Smith opone al principio fisiocrático un principio “librecambista”, donde la fuente primaria de riqueza son el comercio y la industria, y sólo en segundo término la agricultura, pero ambas escuelas coinciden en atacar tanto el dirigismo como el proteccionismo económico, sosteniendo que la prosperidad resulta siempre de conservar una competencia.
La introducción a La riqueza de las naciones propone “el trabajo como fondo que sufraga la vida de una nación [...] sea cual fuere el suelo, el clima o la extensión de su territorio.” Dicho fondo depende de “la aptitud y sensatez con que se trabaja normalmente,” y también de la “proporción de empleados y desempleados”. Con todo, la primera variable es mucho más decisiva que la segunda para la “abundancia,” como demuestra la sistemática penuria reinante en sociedades tribales, si se compara con “sociedades grandes, civilizadas y emprendedoras,” donde buena parte de la población no trabaja, y a pesar de ello “se halla abundantemente provista”.
Su precedente inmediato son los «fisiócratas» franceses (Quesnay, Turgot, Du Pont de Nemours), que si bien tienen a la agricultura como única fuente real de riqueza, y consideran “parásitos” al comerciante y al industrial, son los primeros en captar la formación y distribución de bienes en forma de totalidad sintética, perfilando así la economía política como disciplina científica. Quesnay, que como Locke y Mandeville fue un médico –y nada menos que de Luis XV- confeccionó su famoso Tableau economique (1758), donde expone en forma diagramática el flujo de pagos recíprocos entre los diversos sectores, y Turgot concibe ya el equilibrio general (o de la economía en su conjunto). Smith opone al principio fisiocrático un principio “librecambista”, donde la fuente primaria de riqueza son el comercio y la industria, y sólo en segundo término la agricultura, pero ambas escuelas coinciden en atacar tanto el dirigismo como el proteccionismo económico, sosteniendo que la prosperidad resulta siempre de conservar una competencia.
La introducción a La riqueza de las naciones propone “el trabajo como fondo que sufraga la vida de una nación [...] sea cual fuere el suelo, el clima o la extensión de su territorio.” Dicho fondo depende de “la aptitud y sensatez con que se trabaja normalmente,” y también de la “proporción de empleados y desempleados”. Con todo, la primera variable es mucho más decisiva que la segunda para la “abundancia,” como demuestra la sistemática penuria reinante en sociedades tribales, si se compara con “sociedades grandes, civilizadas y emprendedoras,” donde buena parte de la población no trabaja, y a pesar de ello “se halla abundantemente provista”.
4.2.1. Smith aborda su tema –causas de riqueza y pobreza para las sociedades- de un modo completamente científico, combinando exhaustivas informaciones de detalle con instrumentos analíticos adaptados a ellas, y partiendo del desarrollo objetivo como concepto. La institución nuclear que examina –el mercado- es un fenómeno tan espontáneo como complejo, que no obedece a plan consciente y, con todo, opera como una estructura global que regula minuciosamente cada una de partes o elementos (precios, salarios, rentas, asignación de recursos, etc.). Con lógica impecable, Smith constata que el grado de división del trabajo depende del tamaño de cada mercado, por más que ese tamaño no sea sólo cierto volumen en bruto sino una medida de la variedad y finura que corresponde a los bienes y servicios allí ofertados. Esto depende a su vez de la libertad comercial e industrial vigente, pues monopolios (gremiales o no gremiales), aranceles sobre la importación, trabas a la exportación y otras injerencias en el proceso natural o inconsciente de producción y consumo pueden torcer el principio competitivo hasta asfixiar la vitalidad del mercado mismo, como acontece por ejemplo en los países dedicados a algún monocultivo, o donde los jerarcas abruman con peajes cualquier tránsito de mercancías.
La economía de un país es, por tanto, un sistema vivo de complejidad infinita, reflejo inmediato de la objetividad real que son tales o cuales sociedades, donde el estado de cosas en cualquier sector se transmite antes o después a todos los otros, sin que se pueda –pongamos por caso- subvencionar una rama sin des-subvencionar a otras, o acumular metálico venido del exterior sin producir una elevación interior de los precios. Smith inventa la “teoría económica” con una portentosa visión de conjunto, que le permite y examinando los “”si”...”entonces” en toda suerte de procesos locales y generales. Pero estos grandes logros analíticos palidecen ante la grandeza del concepto básico, que es una organización sin organizador, “obra humana aunque no del designio humano” como dijo el neoescolástico Molina, y nada de extraño tiene que a Darwin se le ocurriese escribir La evolución de las especies mientras leía el Wealth of Nations.
Nuestra especie no es social porque lo mande algún dios o profeta, sino porque sólo impersonalmente se eleva a más sabiduría y cumplimiento. Esa impersonalidad la sostienen individuos concretos, dotados por ello de derechos inalienables; pero el progreso requiere una medida de acrecimiento gradual y sutil que desborda nuestra finitud particular. Comparado con este crecer -que es imperceptible para periodos cortos de observación, y desborda el campo de cualquier ojo- todo decreto regulador queda en mero barniz de la realidad, o pretende suplantarla con toscos esquemas. Finalmente, que las naciones sean ricas o pobres depende ante todo de su civismo, lo cual depende a su vez de superar el orden de la magia y la fuerza con una alternativa basada sobre intercambios voluntarios. La Fábula de Mandeville se resume en el tratado de Smith con un párrafo célebre:
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