jueves, 29 de septiembre de 2011

Las Locuras de los Politicos

Los Dioses deben estar locos se titulaba una disparatada película de los años ochenta. Apuntando un poco más abajo, lo que parece evidente es que quienes sí lo están son nuestros gobernantes, o al menos una parte importante de ellos. Quien más y quien menos lo ha intuido alguna vez, pero el trabajo de Jonathan Davidson, profesor de psiquiatría en el centro médico de la universidad de Duke en Durham (EE.UU.), arroja una inesperada y alarmante luz sobre un tema que raramente se aborda desde parámetros clínicos y que en España permanece en la más absoluta oscuridad.

En su libro Downing Street Blues: A History of Depression and Other Mental Aflictions in Brithish Prime Ministers (El Blues de Downing Street: Una historia de la depresión y otros males mentales en los Primeros Ministros británicos), Davidson analiza a los cincuenta y un hombres que han ejercido el cargo en el Reino Unido, desde Robert Walpole (1676-1745) hasta Tony Blair (1953) con conclusiones inquietantes, cuando menos:

Un 75% de ellos sufrió trastornos mentales “significativos”, muchos de ellos graves hasta el punto de afectar al ejercicio de sus funciones (un 42% de los casos), y por supuesto desconocidos en su mayoría para sus representados. Depresión severa, bipolaridad, ansiedad social (con una tasa que dobla la media de la población general), demencia y parafilias varias, además de frecuentes casos de alcoholismo parecen haber sido el pan nuestro de cada día en la vida de los máximos responsables políticos de Inglaterra.

Previamente, un trabajo similar del mismo Davidson sobre los presidentes de los EE.UU había arrojado un porcentaje del “sólo” el 49% de trastornos (casi idéntico a la tasa de incidencia de trastornos en la población general, aunque con una presencia marcadamente mayor de la depresión), diferencia que Davidson explica alegando que “quizá una de las razones por la que encontramos tasas más bajas en los presidentes EE.UU. fue que no consultamos tantas fuentes de información y nuestra estimación puede haber sido más baja que la tasa real. Pero, aún así, un 49% sigue siendo alto”, sobre todo, añade, hablando de personajes que supuestamente han sido escogidos por cualidades entre las que debieran estar el discernimiento y el equilibrio.

En cuanto a España, José Cabrera, psiquiatra y asesor de Feafes (Federación de Asociaciones de Familiares y Personas con Enfermedad Mental), que ha tratado el tema a escala nacional en su libro La salud mental y los políticos, afirma que dar datos clínicos fehacientes sobre la incidencia de enfermedades mentales en nuestra clase política es “literalmente imposible” debido a “una cultura que considera la enfermedad mental como algo totalmente confinado a la esfera de lo privado”. “Se trata”, explica, “de un absoluto tabú, un tema intocable en torno al cual existe un férreo pacto de silencio”, lo cual nos aleja de la casuística clínica para llevarnos al campo de la mera especulación basada en “comportamientos externos”, aunque en su opinión, los cuadros de ansiedades, insomnios y abusos de drogas no escasean.

Las ventajas de la enfermedad

“El problema es que el votante vive en una ignorancia absoluta sobre la cualificación de quien lo representa. Aquí hace falta un psicotécnico para casi cualquier trabajo pero para ser ministro no hace falta nada”, argumenta. “En EE.UU., por ejemplo, existe incluso una comisión federal de salud mental y la psicología política está establecida como rama de conocimiento”. El experto ve nuestro paradigma como completamente opuesto al americano, donde los candidatos a un puesto de poder son previamente escrutados al milímetro: “Aquí unas primarias americanas, donde todo se escruta al milímetro, no las aguantaría nadie, ni Zapatero ni Rajoy ni nadie”

"El paso de ciudadano a político se resume en una palabra clave: poder", dice José Cabrera. Y, en efecto, uno de los principales intereses del propio Davidson es el de comprobar no ya los problemas mentales de los poderosos, sino aquellas enfermedades “propias” del ejercicio de ese poder.

Su libro puso al descubierto sorpresas de menor calado, como el alto índice registrado de fobia social. “Fue una sorpresa”, afirma Davidson, “que ese trastorno fuese tan habitual en gente que elige una carrera en la que saben que tendrán que dar discursos públicos y debatir en el parlamento. Creo que el hecho sugiere que incluso aquellos con miedo a hablar en público pueden ser ambiciosos y perseguir puestos de poder. Harold Macmillan es un gran ejemplo de esto”.

Otro hecho que no deja de ser llamativo es que determinados trastornos puedan llegar a ser útiles en momentos muy puntuales: “Enfermedades como la depresión, el desorden bipolar y quizá algunas formas de ansiedad podrían, hipotéticamente, preparar a una persona para el liderazgo –Churchill, Gladstone, Disraeli, Lord Liverpool (y Abraham Lincoln en los Estados Unidos) son buenos ejemplos. La ventaja de la depresión es que los hombres afectados extraen fuerzas de la misma lucha que han tenido que mantener para controlar su trastorno. Los rasgos realistas que acompañan al depresivo podrían ser útiles también. Por lo demás, es difícil imaginar que la demencia o el abuso de alcohol y drogas puedan ser beneficiosos. Rosebery (1847-1929) es un ejemplo de lo horrible que puedes llegar a ser como líder a causa de los problemas de salud mental, sobre todo partiendo con tantas ventajas”, continúa.

El desastroso Síndrome de Hybris

Sin embargo, uno de los temas en los que más hincapié hace el académico americano, y en el que ha trabajado junto con el inglés David Owen (perteneciente a la cámara de los Lores) es en el llamado “Hybris syndrome (Síndrome de Hybris), un trastorno aún no reconocido como tal, que afecta específicamente a personas que desempeñan puestos de gran poder durante periodos prolongados, que se halla cerca de lo que comúnmente se denomina endiosamiento o delirio de grandeza y que es difícil de distinguir en un cuadro complejo de un trastorno narcisista de la personalidad o en una bipolaridad severa.

Sus rasgos clínicos han sido definidos por Davidson y Owen, en un artículo conjunto de 2009 en la revista Brain, donde dibujan un cuadro que incluye la propensión a ver el mundo como un escenario en el que buscar exclusivamente la gloria personal, una manera mesiánica de expresarse, la identificación de los propios intereses con los de la nación, un exceso de seguridad en uno mismo a despecho de cualquier evidencia tangible en contrario, la sensación de que sólo se responde ante Dios o la Historia y, en general, una creciente pérdida de contacto con la realidad que, tratándose de líderes políticos, puede conducir a un desastre de colosales dimensiones.

Su peculiaridad es que no se trata de un trastorno permanente durante la edad adulta, sino que se adquiere tras un tiempo en el poder -que en los casos investigados osciló entre uno y nueve años- y que a menudo desaparece una vez que se cesa. Lo terrible del caso es que tal síndrome afectaría -aún con todas las dificultades de diagnosis- a un número importante de dirigentes mundiales, incluidos (de manera inequívoca según Owen y Davidson) George Bush Jr. y Tony Blair.

Otros ilustres afectados habrían sido Margaret Thatcher (en su última etapa) o John Fitzgerald Kennedy (durante la preparación del desastre de Bahía Cochinos) y se advirtieron rasgos que podrían indicar otro tanto en Churchill, Franklin D. Roosevelt o Lyndon B. Johnson. Según los investigadores, George W. Bush desarrolló el síndrome tras apenas dos años en el cargo y en medio del muy particular escenario post 11-S que dio lugar a la invasión de Afganistán y a la posterior guerra de Iraq. Un caso muy similar habría sido el de Blair, cuyos síntomas habrían aparecido igualmente tras dos años de ejercicio del poder y justo después de los bombardeos de Kosovo por parte de la OTAN, llegando a preocupantes extremos en muy poco tiempo.

En todo caso, y por mucho que nos extrañemos de las locuras de nuestros dirigentes, lo cierto es que, como afirma Davidson, “el tipo de trastornos mentales que encontramos no varía a través de los siglos, ni tampoco su frecuencia. Mientras el modo de gobierno en el Reino Unido ha evolucionado desde la monarquía al pueblo, y el mundo ha cambiado en general, la tasa de enfermedades mentales en los primeros ministros ha permanecido igual. (…). Incluso el síndrome de Hybris nos lleva a la antigua Grecia, así que claramente no es un nuevo problema del poder”.

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