«Con uñas y dientes», de Pedro J. Ramírez en El Mundo
CARTA DEL DIRECTOR
Seguro que a muchos les habrá pasado lo que a mí. Escuchas en tu juventud una frase dramática, rotunda o no digamos campanuda y, por muchos años que vayan transcurriendo, cada vez que la oyes repetida crees revivir, cual si se tratara de un reflejo condicionado, la circunstancia original en que fue pronunciada.
A mí me ocurrió esta semana al leer que la rubia vicepresidenta de la Generalitat Joana Ortega -famosilla no hace mucho por el falseamiento al alza de su currículo- se había comprometido a «defender con uñas y dientes» que el catalán siga siendo la única lengua vehicular de la enseñanza. De repente me sentí transportado de nuevo al hoy Palacio del Senado, donde el 29 de octubre de 1974 asistí como reportero al acto conmemorativo del XLI aniversario de la fundación de la Falange.
En presencia de Franco, reincorporado a la Jefatura del Estado tras su primera enfermedad grave, y de su efímero interino el Príncipe de España, el consejero nacional del Movimiento por Asturias, Francisco Labadíe Otermín pronunció un discurso que para mí -tal vez porque con su bigotito, su camisa azul y su corbata negra, el orador parecía un falangista disfrazado de falangista- continúa siendo la quintaesencia de aquel régimen.
«Yo proclamo aquí con energía dos verdades que no estamos dispuestos a someter a debate ni a consideración electoral», advirtió ardorosamente en el momento clave de su intervención. «Que ganamos una guerra para construir un nuevo Estado… y que defenderemos con uñas y dientes la legitimidad de una victoria que es hoy patrimonio de todo el pueblo español».
Supongo que si Mourinho, Guardiola o, menos verosímilmente, cualquier otro entrenador aupado a la cabeza de la tabla proclamara estar dispuesto a «defender con uñas y dientes» el liderato, también me acordaría de Labadíe Otermín. E incluso que si una mañana se me escapara ante la redacción, no lo quiera el libro de estilo, el propósito de «defender con uñas y dientes» la difusión de EL MUNDO en todos sus soportes, yo mismo me lo haría mirar. Pero es que en este caso la reminiscencia, además de fonética, va mucho más allá de la propia retórica de trinchera y parapeto.
Anticipando la línea argumental que luego haría suya el propio Artur Mas, Joana Ortega advertía que «la lengua forma parte de la columna vertebral de Cataluña como país y marca nuestra identidad como pueblo». Es decir, que la vicepapisa hablaba ex cáthedra, no de lo contingente, sino de lo dogmático. De algo que no sólo queda fuera de toda discusión, sino también lejos del alcance de los propios tribunales y el Estado de Derecho.
La conquista de la inmersión obligatoria no es fruto de una guerra, sino de los ingenuos pactos de la Transición -incluida una ley electoral que otorga demasiadas veces al nacionalismo catalán la llave del Gobierno de España-, pero su elevación al ámbito de lo intrínsecamente inmutable destila el mismo fanatismo totalitario que esgrimían los vencedores de camisa azul y boina roja.
Yo estaba allí aquella mañana de hace 37 años, recién regresado a España tras mi etapa como profesor en Estados Unidos, escuchando entre atónito y compungido cómo aquel fulano que había sido el gobernador civil más joven del régimen y era además veterano de la División Azul, planchaba como una apisonadora las esperanzas de los aperturistas del franquismo. Pero como no quiero fiarlo todo a mi memoria, recurriré a las crónicas no de los oficialistas Arriba o Pueblo o del ya juancarlista ABC, sino de un diario independiente como La Vanguardia Española, órgano de la misma burguesía catalana a la que sigue representando tras haber perdido el apellido.
Según La Vanguardia Española, «un político joven en su madurez sin otro título que el de la representación popular» había «explicado la trayectoria evolutiva del régimen ante su glorioso creador» en un salón que «adquiría un hermoso aire cívico» gracias a la proliferación de camisas azules. «Siete veces fue interrumpido por los aplausos el señor Labadíe Otermín en su discurso» -una de ellas la de «las uñas y dientes», claro- mientras «en la Plaza de la Marina Española el inmenso gentío estacionado prorrumpió también en aplausos de férvido homenaje» a la salida de las autoridades.
Total, que «la mañana que había amanecido de un gris plomizo, exultaba un limpio cielo azul, entre los verdores de los árboles. Una vez más, las palabras de José Antonio encontraban un eco de actualización importante». Y todos desayunaron como si tal cosa en Barcelona.
Entre tanto ditirambo, el cronista de La Vanguardia Española sólo dedicaba línea y media a señalar la ausencia en el banco del Gobierno del ministro de Información y Turismo, «al parecer, por luto familiar». El problema es que el difunto era él mismo, pues Pío Cabanillas había sido destituido esa mañana por el débil Arias Navarro a resultas de las presiones de doña Carmen y otras momias del círculo del Pardo que no soportaban ni el aperturismo político ni el destape erótico que el ministro toleraba en la prensa.
Fue sin duda el trasfondo de ese drama cocinado entre bambalinas lo que me dejó grabada aquella idea fuerza de «las uñas y dientes» que aún araña y castañetea desagradablemente en la memoria. Pero también su inesperada antítesis a través del gesto de un hombre que mientras los demás aplaudían una, dos… hasta siete veces, permanecía ostensiblemente cruzado de brazos en patente señal de desaprobación. Era el ministro de Hacienda y vicepresidente Económico Antonio Barrera de Irimo que esa misma tarde, en un arranque de dignidad personal sin precedentes en aquel entorno político, presentó la dimisión.
Las páginas de La Vanguardia Española de esos días no reflejan muestras de disidencia, ni siquiera de incomodidad. Vamos, que no era Cambio 16, Triunfo o Cuadernos para el Diálogo. Y no estamos hablando de la noche de los tiempos. El propio 29 de octubre se celebró en Barcelona un acto equivalente al de Madrid. Presidió el gobernador civil Rodolfo Martín Villa e intervino el consejero nacional del Movimiento Enrique Sánchez de León. Ambos serían pronto ministros con la democracia. Les rodeaban un sinfín de catalanes de pro. Al término del acto «el gobernador pronunció los gritos de ritual, entonándose el Cara al Sol que fue seguido por todos los restantes brazo en alto».
En 1974, hacía ya unos cuantos años que había desaparecido la censura previa. No se podía publicar todo, pero tampoco era obligatorio publicar nada. Hay que suponer pues que los editoriales que el rotativo barcelonés insertó aquel 31 de octubre y aquel 1 de noviembre reflejan bien la proverbial capacidad de adaptación al paisaje de la sociedad catalana. En el primero, se recordaba, a propósito de la Semana de La Mancha en Barcelona, que «el principal reto que tiene ante sí la política económica del país es el de reducir las desigualdades que se registran en los niveles de bienestar entre unas y otras tierras de España». En el segundo, se daba por hecho que el presidente Arias mantendría los mojigatos principios del llamado Espíritu del 12 de Febrero, «acogidos con esperanza en amplios sectores del país».
Probablemente en ningún lugar de España cuajó de forma tan natural la estrategia del deslizamiento paulatino de una legalidad a otra, la mutación progresiva de la dictadura en democracia como en la Cataluña de Tarradellas y Pujol. Si algo ha caracterizado al nacionalismo de CiU, que ha terminado impregnando con matices tanto a Esquerra como a este PSC a la deriva con el que naufraga Carme Chacón, ha sido el pragmatismo: lo importante no era la velocidad a la que había que alejarse del punto de partida, sino la consistencia del asfalto en la carretera hacia el punto de llegada. Había que hacer el menos ruido posible en una sociedad acomodaticia y enemiga de aventuras, pero había que ir creando las condiciones para que el único proyecto colectivo imaginable terminara siendo la independencia. Ése ha sido durante tres décadas el papel de la política lingüística.
El hecho de que hasta el Tribunal Supremo, en la sentencia que lleva tratando en vano de aplicar, se refiera al catalán como la «lengua propia de Cataluña», demuestra hasta qué punto ha tenido éxito la táctica de ser moderados en todo lo demás y radicales en algo que parecía no crear incomodidad inmediata cada vez que el Gobierno de turno abdicaba de su responsabilidad y hacía una nueva concesión.
La Historia, la Literatura y, sobre todo, el sonido de la calle demuestran que Cataluña tiene dos lenguas propias, de ahí su riqueza, y de la misma manera que en el franquismo se la pretendía mutilar sojuzgando al catalán, ahora se la pretende mutilar eliminando al español de la enseñanza y la vida oficial. El bilingüismo ha pasado de ser una aspiración democrática a un obstáculo para la construcción nacional.
El fanatismo con rostro humano no deja de ser fanatismo. Las personas de timbre cordial y palabras razonables, dispuestas a transar en todo lo demás se vuelven intransigentes, se bunquerizan, según el léxico del tardofranquismo, cuando se trata de la lengua. Hace unos años Artur Mas ya nos sacó de nuestras casillas cuando dijo en un foro de EL MUNDO que el que quisiera enseñanza en español montara un colegio privado «como hacen los japoneses». Ahora pide que no le «toquemos las narices», porque el catalán es para Cataluña, lo mismo que el alemán para Alemania o el español para España. Es imposible ser más claro: en materia lingüística la Generalitat viene actuando como si Cataluña fuera ya un estado independiente, prefigurando así que pueda serlo un día, y por eso pone a los ciudadanos al servicio de la lengua y no a la viceversa.
El vergonzoso entreguismo de un gobierno socialista acoquinado por la magnitud del desastre que se le avecina no puede disimular que, como demostró EL MUNDO, sólo en las Islas Feroe -perdidas en las brumas del océano- y en Cataluña se priva a los escolares del derecho a estudiar en la lengua oficial del Estado. Sin embargo, incluso la timorata doctrina del Constitucional aplicada por el Supremo, que ahora trata de ejecutar el Tribunal Superior de Cataluña, pidiendo perdón por tener que hacerlo, les parece inadmisible a los camisas viejas de la inmersión obligatoria. ¿Que una parte de las materias se imparta en castellano? De ninguna manera. Y por eso exigen a los jueces españoles que saquen sus sucias manos de su sistema educativo.
Hoy, 11 de septiembre, los nacionalistas catalanes reeditarán sus fantasías anuales a base de discursos, ofrendas florales, senyeras al viento y falsificaciones históricas de forma equivalente a como lo hacían los falangistas cada 29 de octubre. Acudirán al Fossar de les Moreres junto a Santa María del Mar como se peregrinaba al Valle de los Caídos. Con la denuncia del «acoso» de los tribunales a la «llengua», el victimismo estará servido y por ende la radicalización del mensaje. Pero mucho me temo que, ni siquiera entre las filas de Unió, surgirá nadie capaz de cruzarse de brazos en señal de desaprobación y disidencia, como lo hizo hace 37 años quien hoy es mi vecino de inmueble en una plaza de evocaciones liberales en la arteria principal de Madrid.
Pese a ser uno de los hombres más capaces de su generación, Antonio Barrera de Irimo nunca volvió a la política. Cada vez que me lo encuentro en el portal, arrastrando con jovialidad sus problemas motrices de octogenario, me detengo a saludarle. Siempre decimos que tenemos que hablar y no lo hacemos nunca. Pero él sabe que yo sé; que nunca dejo de acordarme del ejemplo moral, de la fuerza inspiradora que su negativa a comulgar con ruedas de molino tuvo para quienes entonces nos levantábamos cada mañana con la rebeldía del himno de Raimon en la comisura de los labios: «No, jo dic no, diguem no. Nosaltres no som d’eixe món».
No hay comentarios:
Publicar un comentario