Hace aproximadamente año y medio tuve problemas con mi vehículo y en distintas ocasiones acudí al taller para repararlo. Un conocido, enterado de mis vicisitudes, se quedó extrañado y me preguntó el motivo por el que seguía con él, ya que, según su opinión, era más práctico comprar un coche a plazos que tener que arreglarlo con tanta frecuencia. Le expliqué las estimaciones que había realizado, y que, según éstas, era superior el importe de la amortización y de la financiación de un coche nuevo que el mantenimiento del actual, que por su edad se encontraba prácticamente amortizado. Mi interlocutor atendió a mi explicación aunque no pareció muy conforme con ésta. Recientemente la misma persona me volvió a preguntar por mi coche y le dije que seguía con él, pero, que se averiaba menos, a lo que me respondió que me podía considerar afortunado, ya que no estaba el panorama para cambiar de vehículo, por mucho que hubiese que llevarlo al taller.
Resulta curioso comprobar cómo, ante la misma situación, se reacciona de manera distinta en apenas año y medio. Y es que, donde antes se veía certidumbre, ahora se ve riesgo. La mayoría de la gente creía, no hace mucho, que el futuro iba a carecer de sorpresas negativas, y que, en general, las cosas iban a transcurrir de manera similar, e incluso mejor, a como estaban ocurriendo. Por lo tanto, recurrir al endeudamiento no resultaba arriesgado, y el pago del préstamo no entrañaba problema alguno. Así, muchos buscaron financiación a periodos muy elevados, de incluso varias décadas en el caso de préstamos hipotecarios para la adquisición de inmuebles, con cuotas de amortización que suponían gran parte de los ingresos personales. Esta misma impresión también era compartida por empresarios, que acometían proyectos de inversión sin miedo al futuro, minusvalorando posibles riegos. La infravaloración del riesgo trajo consigo que se emprendiesen negocios con escasa rentabilidad, condenados al fracaso en cuanto surgiese la más mínima dificultad.
Cuando tantas personas, algunas de ellas asesoradas por equipos muy reconocidos, han infravalorado los riesgos cabe preguntar qué les ha conducido a ello. Sin duda un factor muy importante han sido los bajos costes financieros que han existido en los últimos años. Durante este periodo, obtener financiación ajena ha resultado prácticamente gratis, ya que los tipos de interés de los préstamos bordeaban la tasa oficial de inflación. Por tanto existía la percepción de que los préstamos salían prácticamente gratis. Por otro lado, la gente veía que ahorrar dinero era algo inútil, ya que los depósitos e imposiciones obtenían unos rendimientos por debajo de la inflación oficial. Ante esta pérdida de valor de los ahorros monetarios cabían dos alternativas: gastar dicho dinero antes de que se deteriorasen más, o invertirlos en productos sofisticados que aparentemente prometían mayor rentabilidad.
Por tanto nos encontrábamos ante un fenómeno aparentemente contradictorio, se ahorraba menos y se invertía más. Es decir, disminuía la oferta y aumentaba la demanda, y sin embargo, el precio que se pagaba por el dinero, es decir, el interés, seguía en niveles muy bajos. La razón era bastante sencilla, ya que los bancos centrales se encargaban de suministrar dinero abundante y barato, por lo que no ascendían los tipos de interés. Sin embargo esta sobreabundancia de dinero barato tenía sus consecuencias. De un lado la moneda se envilecía comparada con otras inversiones. Así primero se disparó el precio de las acciones y posteriormente el de los inmuebles. De otro lado el recurso a la financiación ajena se disparaba, y se acometían proyectos de cada vez rentabilidad más dudosa. Y finalmente los particulares dejaban de ahorrar ante el deterioro de su moneda por la inflación real.
Esta mezcla de factores sólo podía acabar estallando, como finalmente ha ocurrido, y tanto particulares como empresas se han encontrado con deudas muy elevadas, y graves dificultades para amortizarlas. También el sector financiero se ha encontrado con graves problemas de liquidez para asumir sus propias deudas, y con la elevación de las tasas de morosidad.
Por tanto, la política de dinero barato que han practicado los principales bancos centrales va a salirnos muy cara, provocando la ruina de numerosas personas. Si éstos no hubiesen optado por mantener tasas de interés artificialmente bajas y se hubiesen preocupado por mantener el valor de su producto, es decir, la moneda, no nos encontraríamos con la crisis que actualmente afrontamos.
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