No es preciso enfatizar con expresiones campanudas las situaciones difíciles salvo cuando los términos coloquiales se quedan cortos para describirlas. Sostener que España se encuentra en un estado de emergencia general por el fracaso del sistema para regenerarse en lo económico y en lo político no constituye un recurso hiperbólico sino la traslación a diagnóstico del pesimismo general que ayer quedó acreditado en el barómetro del CIS. Baste recurrir a las cifras macroeconómicas que, de nuevo, reprueban la competencia e idoneidad del actual Gobierno para ejercer de tal.
La inflación se ha disparado hasta el 2,9% causando un efecto adicional de empobrecimiento y horadando nuestra ya escasa competitividad. Esa altísima tasa de inflación es compatible, para peor pronóstico, con una retracción clara del consumo y una merma del PIB, y ha de convivir con 4.100.000 desempleados registrados, en tanto la Seguridad Social pierde 218.000 afiliados en 2010. Estos guarismos ya de por sí inquietantes cohabitan escandalosamente con incrementos generalizados de precios -luz, gas, transporte- y con un endeudamiento exterior de España de dimensiones históricas, como ayer contaba Carlos Sánchez en este diario: 967.500 millones de euros. El sistema financiero español -y especialmente las cajas- tiene compromisos crediticios en 2011 por un importe de 100.000 millones de euros, 60.000 de los cuales vecen en el primer trimestre de este año.
La devolución de la soberanía de decisión al cuerpo electoral para que casi año y medio no se despilfarre en debates estériles forma parte de la ética de la responsabilidad que concierne a los gobernantes.
Los españoles no sólo somos más pobres -la inflación acentúa la disminución del poder adquisitivo porque supera los ralos incrementos en las pensiones mínimas y en el salario interprofesional-, sino que, además, las expectativas de recuperación parecen emborrascarse ante los constantes fallos de diagnóstico y tratamiento de los que adolece el Gobierno. Zapatero y su equipo económico mantienen un horizonte de crecimiento que desmienten los organismos internacionales; afirman la bondad de unas reformas que se han revelado como insuficientes; desarrollan políticas -como la energética- que son erráticas y que repercuten innecesariamente sobre el bolsillo de los contribuyentes; y, por último, fían la solvencia de las cajas a una reconversión en fusiones frías que han de desaguar en la bancarización pura y dura y que va a un ritmo arriesgadamente lento. Del constante desacierto en sus pronósticos y terapias, del permanente titubeo en las reformas, del escapismo a enfrentarse a la reforma esencial del Estado -en dónde está el meollo de la cuestión y del gasto público-, se deduce la indeseada consecuencia para España de una desconfianza ampliamente compartida en Europa y en los organismos internacionales hacia el Presidente del Ejecutivo y sus decisiones. Desconfianza que, corregida y aumentada, ha empapado a la opinión pública y que se ha convertido ya en transversal porque es sentimiento instalado en los más distintos electorados.
Hemos llegado así, justo en los comienzos de 2011, a la convergencia perfecta de las tres crisis: la política, la económica y, ahora, también la social. Porque la recesión, después de vapulear a los trabajadores inmigrantes, después a los estamentos menos cualificados, alcanza ya a las clases medias, a los profesionales y a las expectativas de las nuevas generaciones. El diferencial español respecto de los países tractores de la Unión Europea, Estados Unidos y los países emergentes, no sólo no se modera, sino que aumenta a pasos agigantados. Estamos regresando a la cola europea y lo estamos haciendo en las peores condiciones: con un sistema político castigado por el descrédito, con una ciudadanía escéptica y pesimista y con un empresariado que tiene que deslocalizar las inversiones y ejecutarlas en contextos de rigor en la gestión pública dotada de seguridad jurídica.
Quince meses imposibles
Aunque Mariano Rajoy desee que no vuelva a hablarse del “rescate” de España, por desgracia, el default puede ser una realidad en pocos meses, incluso en semanas, entre otras muchas razones porque el empeño en dilatar la legislatura implican para el actual Gobierno quince meses absolutamente imposibles durante los que atenderá con un ojo a la economía y con el otro a los resultados electorales, neutralizándose a sí mismo y condenando al marasmo y el quietismo funerario el discurrir del país en su conjunto. En medio de semejante situación, el Gobierno se sostiene parlamentariamente en la percha del PNV -al que no convienen elecciones generales anticipadas- y en la expectativa de apoyo por un nacionalismo catalán que se ha encontrado con una Generalidad endeudada en una medida preocupantemente insospechada.
José Luis Rodríguez Zapatero no tiene la responsabilidad íntegra de lo que sucede; pero sí una parte sustancial de ella. Su permanencia en la presidencia del Gobierno forma parte del problema -dentro y fuera de España- y no contribuye, por tanto, a ninguna solución. Los factores psicológicos -esperanza, confianza, ánimo- son esenciales, para bien y para mal, en una triple crisis como la que padece nuestro país. La devolución de la soberanía de decisión al cuerpo electoral para que casi año y medio no se despilfarre en debates estériles forma parte de la ética de la responsabilidad que concierne a los gobernantes. Mucho más cuando el presidente del Gobierno, agudizando la inestabilidad, juega a los acertijos sobre su propia disponibilidad personal para comparecer o no en las elecciones legislativas.
Llegados a este punto, el dilema es sencillo en su formulación: o se desanuda la situación con unas prontas elecciones generales que higienicen el Gobierno, o la falta de confianza -avalada por cifras macroeconómicas desastrosas- nos conducirá al peor de los escenarios que no es otro que la intervención a la irlandesa de la economía española por el Directorio europeo. Y esta es la emergencia general en la que nos encontramos. Con los españoles, de nuevo, históricamente tristes.
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