La alegría y el orgullo que sienten los españoles ante el triunfo de la selección de fútbol, y la cascada de halagos con la que el mundo entero ha respondido al equipazo que aplastó a Italia para coronarse campeón de Europa, tendrán su sobria respuesta en los próximos días. España goza de buen circo, nos recordarán los realistas, los cabezas duras. ¿Pero dónde está el pan?
La pregunta no es injusta. España también es campeona de Europa del desempleo, con la cuarta parte de la población sin trabajo, y a los bancos les ahogan las deudas tras inflar el globo hipotecario alegremente durante una década hasta que un día reventó. La austera medicina que exige Alemania a cambio de acudir en nuestro rescate ha dado como resultado duros recortes de los servicios públicos —sin excluir la salud y la educación— y la reducción de los sueldos de aquellos afortunados que aún mantienen sus trabajos. Mucha euforia. Mucho “¡campeones!, ¡campeones!”. Sin embargo, los jarros de agua fría no escasean.
Pero hoy, mientras el fútbol español se da un baño de admiración global, ¿por qué no hacer un esfuerzo por buscar otras razones para contemplar la vida con un cierto buen humor, incluso optimismo? Dentro y fuera de España hay muchos que parecen deleitarse ante la aparente constatación de que, dejando a un lado el fútbol, este país es un desastre. Pues que se sigan deleitando, ya que motivos les sobran.
Pero, ¿por qué no proponer argumentos que contradigan, o al menos diluyan un poco, los previsibles y cansinos pronósticos catastrofistas? Empezando por el hecho de que mientras un creciente porcentaje de alemanes, británicos y holandeses aparentemente claman por librarse de las cadenas de la Eurozona, hoy son más que hace un año los que se toman vacaciones en España.
La industria de la construcción padece rigor mortis —aunque no sería un mal momento para que un alemán con ahorros y necesidad de sol invirtiera en un chollo en la costa mediterránea—, pero el otro pilar de la economía española, el turismo, sigue en plan boom. Gracias a los amigos —más amigos, quizá, de lo que parecen— del norte, los turistas han gastado un 4,6% más en España en los primeros cinco meses del año que en el mismo periodo de 2011. En mayo, la cifra llegó a un 7,5% más que el mismo mes del año pasado. Lo cual ayuda a explicar la feliz noticia de este martes de que el paro bajó en 98.853 personas en junio.
Lo que los turistas de Alemania y Reino Unido están viendo con sus propios ojos contrasta de manera chocante con lo que están leyendo en sus periódicos. Lo sé porque vivo en Barcelona y en las últimas semanas he salido varias veces a cenar con visitantes extranjeros. “Los titulares en casa dicen que España se asoma al abismo”, me dijo un amigo. “Pues si esto es un abismo, dame más”. El abismo en este particular caso fue la Rambla de Catalunya, una calle peatonal con más bares y restaurantes hoy —me da la impresión— que nunca, todos con las mesas llenas y los camareros sudando para satisfacer la demanda general de cerveza, vino, calamares, jamón y pimientos de Padrón.
Sí. Claro que sí. A poca distancia de la elegante y vivaz Rambla de Catalunya hay muchas familias pasándolo mal. Esto, o lo vivimos en carne propia, o sabemos de ello todos los días por los medios y a través de la experiencia de nuestros conocidos. Pero también es verdad, como han observado mis amigos de fuera, que no se ven más mendigos en las calles que en una ciudad económicamente boyante como Londres y que las calles de las ciudades españolas siguen siendo, comparado con lo que hay en muchos países del mundo, bastante seguras.
Uno podría haber esperado una ola de delincuencia como corolario a las cifras de desempleo pero, hasta la fecha, no se ha materializado.
Esto se debe en parte al paracaídas que ofrece la tradicional fuerza y solidaridad de la familia española, fenómeno del que los autosatisfechos criticones del norte que califican a los países mediterráneos con el acrónimo de PIGS (cerdos, en inglés) podrían aprender. Otra parte de la explicación es que, admirable o no, existe una importante economía sumergida en España. Llama la atención el hecho de que aun cuando la economía española estaba en pleno auge, digamos hace seis años, el desempleo seguía siendo el más alto de Europa —alrededor del 10%— y sin embargo entraban al país oleadas de inmigrantes de África, América Latina y Europa del Este para hacer trabajos por los que los españoles no tenían ningún interés. Obviamente es difícil poner un número a la cantidad de personas que trabajan y no pagan impuestos, pero, a decir de algunos economistas, no sería una loca exageración situar la cifra alrededor del 20% de los que, según las estadísticas oficiales, están en el paro.
Un tópico muy del agrado de los europeos del norte es que en España la gente le da apreciablemente más valor al principio del placer que a la cultura del trabajo. Los tópicos no siempre mienten. Como alguien que lleva 14 años viviendo en España, y es de madre española, puedo afirmar que en este caso es verdad. Es una razón importante por la cual he elegido vivir aquí —muchas veces me pregunto quiénes, a fin de cuentas, tienen una visión más acertada del sentido de nuestras breves vidas, ¿los nativos de Düsseldorf o los de Sevilla?—.
Pero el equilibrio entre la juerga y el esfuerzo no está tan distorsionado como los mojigatos adeptos de la ética protestante del trabajo quisieran creer. Administrar la industria del placer española no es ninguna broma. Los hoteles españoles, de una estrella a cinco, son probablemente los más eficientes y más atractivos del mundo. Los bares y restaurantes españoles ofrecen una combinación extraordinaria de variedad y calidad. Y si uno quiere ver trabajo del más alto rigor y meticulosidad que vaya a uno de los restaurantes españoles de primer nivel, a uno de esos que han redefinido la gastronomía global en lo que va del siglo XXI. No se encontrará más precisión, disciplina o trabajo de equipo mejor cronometrado en Rolex, Siemens o BMW.
Bien. Los españoles son expertos en vacaciones, para darlas y para tomarlas. Pero como el Financial Times observó hace poco, las exportaciones españolas han subido de manera significativa desde 2009 y el país tiene muchas más multinacionales con presencia importante en el mundo —unas 20— que Italia. William Chislett, inglés y posiblemente el extranjero residente en España que mejor conoce la economía del país, escribió en ese mismo diario el mes pasado que “la caída en desgracia de España ha sido exagerada; la imagen no es acorde con la realidad”.
La percepción incondicionalmente negativa de España no toma en cuenta, por ejemplo, que empresas españolas están en la vanguardia de la industria de la energía renovable, tanto en la eólica como la solar. Inditex, dueña de la marca Zara, es la empresa distribuidora de ropa de moda más grande del mundo. Abrió 483 tiendas nuevas el año pasado y basa su éxito en un capital humano brillante y una operación logística abrumadoramente compleja, ágil, veloz y eficaz que abarca todos los continentes.
El éxito español en el extranjero no se limita a las grandes empresas. Es notable la cantidad de jóvenes que se van en busca de fortuna, o al menos de trabajos decentes, a lugares altamente competitivos como Londres, y triunfan. Lo que esto nos dice es que, en contra del prejuicio que hay en países como Alemania sobre la supuesta holgazanería española, los individuos están perfectamente dispuestos a trabajar duro.
Quizá el problema en España es que la cultura del trabajo no está diseñada para ofrecer suficientes incentivos. Salvo en ciertas empresas, el trabajo bien hecho no siempre encuentra su merecida recompensa. Se premia menos con dinero, que con mayor responsabilidad; cunde demasiado el amiguismo. (Este es otro tema, lo reconozco, pero merecería serio estudio.) Datos recientes que demuestran un alto crecimiento en el número de pequeñas empresas creadas a lo largo del último año indican, sin embargo, que se empieza a detectar un cambio importante de mentalidad.
En todo caso, si los países prósperos del norte de Europa se muestran dispuestos a brindar a España el apoyo financiero necesario para sobrevivir a la tormenta, hay razones para pensar que, umna vez que comience a aliviarse el inevitable dolor que habrá que sufrir en los siguientes tres o cuatro años, la economía estará no solo en condiciones de volver a crecer sino de dar a los españoles la oportunidad de comprar, una vez más, cantidades masivas de coches y neveras alemanas.
Para los que sigan dudando, échenle un vistazo a la victoriosa selección española de fútbol. Festejada por muchos como la mejor selección de todos los tiempos, campeones de Europa y del mundo, no ha logrado el éxito a base de improvisación o destellos de inspiración festiva. Sus jugadores son un ejemplo para toda España, y la señal más clara de que —crisis o no crisis— el país sí puede. Han logrado lo que han logrado trabajando duro día a día a lo largo de muchos años, con disciplina, sacrificio y una inteligencia superior a la de los jugadores de Inglaterra, Holanda, Francia y Alemania. Díganselo a la señora Merkel, por si aún no lo entiende: el fútbol sinfónico que despliega España no representa ninguna aberración cultural; es fruto del mismo empeño y talento del que nace la hermosa música de la Orquesta Filarmónica de Berlín.
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