domingo, 11 de marzo de 2012

Una Sociedad Opulenta

Más que ayer, pero menos que mañana, de Jordi Sevilla en Mercados de El Mundo
ECONOMÍA Y EMPRESAS. LUCES LARGAS

Hemos construido una sociedad opulenta (Galbraith) basada en el crecimiento económico continuo. Todos los engranajes económicos, políticos y sociales, así como nuestro imaginario colectivo, reposan sobre la idea de que cada año la riqueza general que seamos capaces de producir, medida por el PIB, será mayor que la del año anterior. No importa que hasta Naciones Unidas o la Comisión Europea hayan reconocido, aceptando tesis provenientes de críticos al sistema, que el dinero no da la felicidad y el PIB, tampoco. Entre otras cosas, porque ni mide los niveles de satisfacción de los ciudadanos (podemos llevar una vida tensa, aburrida, violenta y poco apetecible, en ciudades ricas), ni contabiliza aspectos económicos fundamentales como el trabajo de las amas de casa.

Cuando los ministros de Hacienda presentan los Presupuestos Generales para el siguiente año, esperamos escuchar cuánto creceremos, cuánto empleo nuevo se creará y cuánto se incrementarán los ingresos y los gastos públicos, dentro de la más pura lógica incrementalista. Las empresas que aprueban sus cuentas en Junta de Accionistas quieren escuchar cuánto subirán los ingresos el próximo año, cuánto mejorará la rentabilidad de la acción y cuánto crecerán los beneficios. Y las familias prevén siempre mejoras de su renta basadas en las subidas salariales que, con toda certeza, se deben producir y en que el banco pague más por sus ahorros.

Hemos puesto en marcha una maquinaria social que sólo sabe caminar hacia más, alimentando una idea de progreso asegurado, convertido, casi, en derecho exigible de ciudadanía. Sin crecimiento económico no hay, al parecer, paraíso social en la tierra ya que este lo hemos construido sobre la base de un juego de suma positiva en el cuál, cada año, suma algo adicional a lo existente del año anterior.

Pero no siempre ha sido así. De hecho, la economía surge como ciencia al intentar explicar, con Adam Smith, cuál es el origen y la naturaleza de la riqueza, puesta en evidencia a partir de la industrialización. En un mundo estancado, donde la única riqueza deriva de privilegios feudales heredados, surge un nuevo sistema económico que utilizando mejor el trabajo humano (división de tareas, especialización) y el talento humano (tecnología) es capaz de generar riqueza adicional a partir de importantes avances en la productividad de la actividad económica.

Al principio, esa riqueza estaba concentrada en unos pocos empresarios, mientras el resto de la población, incluidos sus trabajadores, vivían en las miserables condiciones descritas por Dickens en sus novelas. Luego, la nueva organización científica del trabajo en serie generó tales capacidades de producción que tuvo que crearse nuevos mercados internos, repartiendo esa riqueza creciente mediante subidas de salarios, para que los productos fabricados trabajando tres turnos pudieran ser adquiridos por alguien con capacidad de pago.

Sobre esto se amplificó la demanda efectiva impulsora del crecimiento en base al uso extensivo del crédito. Por último, la existencia de una riqueza incremental en los países más adelantados hizo posible el reparto de un salario social diferido atribuyéndole al Estado la capacidad de ofrecer nuevos bienes públicos como sanidad, educación y pensiones, financiados con impuestos progresivos (Estado del Bienestar).

Se propagó así esa ideología del crecimiento permanente según la cuál lo que no deja de ser una posibilidad basada en mejoras continuas de productividad asociadas a sucesivas oleadas de revoluciones tecnológicas, se convierte en el aceite que lubrica sin parar el engranaje social hasta convertirse en derechos para unos y beneficios para otros.

Es cierto que hubo amenazas a este estado de cosas. Entre otras, la elevada inflación, que si bien facilitaba acuerdos sociales de distribución aparente de la riqueza a corto plazo, en base a la ilusión monetaria, introducía arena que amenazaba el correcto funcionamiento del sistema productivo. Pero también los límites al crecimiento derivados, por una parte, de que vivimos en una nave espacial Tierra con recursos naturales limitados y, por otra, en los efectos perjudiciales sobre el clima de la propia actividad industrial humana.

Este crecimiento continuo sobre el que hemos edificado el equilibrio social y político de nuestras democracias se veía amenazado, también, de vez en vez, por crisis económicas que, fueran cisnesnegros o consustanciales a la lógica del sistema capitalista, rebajaban temporal y recurrentemente el ritmo de crecimiento, hasta que pronto se recuperaba la velocidad de crucero anterior.

Con estos antecedentes, la crisis general de sobreendeudamiento que vivimos en un mundo globalizado es diferente en tres aspectos. El primero, su larga duración, que obliga a introducir la perspectiva del decrecimiento en las instituciones sociales y políticas no como una decisión voluntaria a favor de un modelo de sociedad distinto, sino por simple imposibilidad de seguir creciendo. Esto hace saltar por los aires los mecanismos tradicionales de intermediación al tener que repartir costes de una recesión, en una sociedad acostumbrada a repartir excedentes.

En segundo lugar, porque se produce en un contexto en el cual las jóvenes generaciones ya empezaban a vislumbrar que vivir peor que sus padres es algo con elevada probabilidad. Tercero, porque la realidad de una economía mundial que sitúa el origen de muchos problemas en sitios lejanos, dejando a las autoridades nacionales sin apenas instrumentos eficaces para hacerles frente, abre una brecha entre los ciudadanos y una política democrática ineficaz en el ámbito nacional e inexistente en el global.

No sólo frenamos, sino que tenemos que dar marcha atrás en muchas cosas. Lo que antes todo era distribuir a manos llenas, se transforma ahora en repartir miseria, como dijo un presidente autonómico. El temor -en línea con grandes autores clásicos como Malthus, Ricardo o Veblen- a que podemos entrar en un ciclo largo donde una mayoría de ciudadanos irá a peor, de que la nueva cultura del esfuerzo pueda ser una vuelta a Dickens y no sólo a su lectura, de un incremento en las desigualdades sociales en medio de la abundancia concentrada, es inseparable de ese pesimismo que parece hoy instalado según el CIS. Y todo ello se debe gestionar en un espacio público con reglas del juego diferentes, que ejercen una fuerte pulsión hacia el deterioro del sistema político. ¿Sabremos cambiar de era sin perder cohesión social ni calidad democrática?

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