Mercedes García AránCatedrática de Derecho Penal de la UAB.
Ayer me pidieron opinión sobre la iniciativa ciudadana que -al parecer- existe de exigir responsabilidad penal a los responsables del desastre de Bankia. En efecto, asistimos a un espectáculo intolerable, en el que entidades financieras, mientras con una mano reciben ingentes cantidades de dinero público para compensar el desastre de su gestión, con la otra desahucian a personas que no pueden hacer frente a las hipotecas que irresponsablemente promocionaron y ahora no pueden pagarse. Da la impresión de que a los privilegios y desigualdades económicas de siempre se añade ahora la desvergüenza con la que se niegan explicaciones y responsabilidades.
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Información publicada en lapágina 7 de la sección deOpinión de la edición impresa del día 04 de junio de 2012VER ARCHIVO (.PDF)
Por eso no es extraño que los atónitos afectados reivindiquen la única respuesta que parece quedar, esto es, la respuesta penal, y algunos califiquen ya de «criminal» parte de la actuación del sistema financiero en los últimos años. La impotencia, la indignación, la desesperanza de miles de ciudadanos ante la situación lleva a exigir responsabilidades del máximo nivel. Pero ¿es suficiente como para esperar condenas penales? Nada nos cuesta más a los penalistas que responder que el Código Penal no es siempre el instrumento idóneo ni suficiente para solucionar los problemas, y siendo cierto, la respuesta provoca tal desasosiego, a quien la da y a quien la recibe, que es necesario completarla.
Comenzando por lo que ya tenemos, no es descartable aplicar en las crisis bancarias los instrumentos que ya hoy tiene el Código Penal: hoy son delito la administración desleal, la apropiación indebida de fondos, las falsedades documentales, los fraudes fiscales, las irregularidades contables graves, etcétera, y si se han cometido hechos que pueden calificarse así -lo que no siempre es fácil de probar- no hay duda de que deberían ser posibles las condenas penales, después del debido juicio. Así lo exige la ley y lo que conseguiríamos con ello no sería poco: de entrada, una cierta satisfacción de la mínima sensibilidad ciudadana, harta ya de oír que hay que incrementar las penas de los pequeños hurtos callejeros que tanto perjudican a las zonas turísticas, sin que ocurra nada ante los grandes fiascos económicos. Lo lamento si suena demagógico, pero es lo que hay.
Tampoco es descartable que las eventuales condenas ejercieran un efecto intimidatorio en posibles infractores futuros, y en todo caso esos son dos de los efectos clásicos de las penas: la intimidación y la satisfacción de las víctimas, que en realidad somos todos los demás. Naturalmente, ello exige fiscales y jueces dispuestos a aplicar la ley, y me consta que son muchos los que trabajan esforzadamente, más de lo que los ciudadanos creen y los medios de que disponen les permiten, aunque no puede negarse que la imagen de la justicia está en estos momentos en sus horas más bajas. Y sobre todo, exige que después el Gobierno no indulte a los escasos banqueros condenados, como hizo con Alfredo Sáenz excediéndose incluso en sus competencias al indultar también los impedimentos para ejercer derivados de la normativa bancaria.
Por otra parte, ¿qué hacer con las actuaciones bancarias irresponsables que nos han metido en esto cuando esas prácticas no encajan en las definiciones de delito que tenemos? La conclusión más común es que debe cambiarse el Código Penal para definir estos hechos como delito y hacer posibles condenas en el futuro. La verdad es que, vistas las dificultades para aplicar lo que ya tenemos, no deberíamos emocionarnos con una nueva reforma legal y, pese a lo complejo de la cuestión, me atrevo a resumirla como sigue, asumiendo el riesgo de simplificación: si el Código Penal prohíbe conductas que se permiten o se legitiman por los poderes políticos y económicos, está haciendo un brindis al sol y engañando a los ciudadanos, porque el propio sistema las justificará, incluso técnicamente, y hará imposible su castigo. Cuando hay vicios estructurales por los que se permite la especulación sin límite y los instrumentos reguladores (Comisión Nacional del Mercado de Valores, Banco de España), los gobiernos o ese enigmático sujeto conocido como Bruselas no quieren, no saben o no pueden atajarlos, pretender reformas penales para prohibir lo que el poder acepta e incluso promociona, es generar falsas expectativas, construir normas meramente simbólicas y confiar en transformar la sociedad capitalista desde los juzgados y tribunales.
La auténtica prevención de los hechos que nos azotan está en intervenir política y económicamente para evitar las condiciones en que se producen y dejar de plegarse resignadamente a las exigencias de los mercados. Es más, me preocuparía mucho que nuestro ministro de Justicia, siempre dispuesto a endurecer el Código Penal, anunciara que va a reformarlo para prohibir, por ejemplo, los excesos de la especulación financiera definiéndolos como delito. Y me preocuparía porque, una vez más, el anuncio de una reforma penal sería una cortina de humo, un reconocimiento de impotencia o una renuncia a intervenir en la realidad con mayores posibilidades de éxito. O todo a la vez.
Catedrática de Derecho Penal de la UAB
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