Y ahora lo positivo. Ya llevamos entre dos y tres años de crisis. Buena parte de los ajustes que requieren nuestras economías ya se ha ejecutado o está en proceso de ejecutarse –excepción hecha de España–: los estadounidenses están amortizando su deuda en términos netos, su mercado inmobiliario ya ha completado su proceso de ajuste de precios, las empresas de todo el planeta están incrementando su capitalización e invirtiendo en sectores clave como el de la energía o el de las materias primas, la demanda industrial de estas últimas se está incrementando tal y como refleja el persistente repunte de sus precios y, aunque sea temprano para decirlo, parece que el crecimiento sostenido está regresando a países o zonas como los propios EEUU, Alemania, Escandinavia, Latinoamérica y Asia.
En definitiva: hay motivos para la esperanza... pero también para la desesperanza. Ya se ha visto que nuestros gobiernos sólo empiezan a bajarse del burro dirigista cuando ven las orejas al lobo de la suspensión de pagos o de la destrucción completa de la propia divisa. El único lenguaje que entienden es el del palo de los mercados (¡bendita globalización!); mientras, no vacilan en apalear a las economías privadas. Si la pesada losa del intervencionismo no aplasta los brotes verdes que se empiezan a observar en varias partes del mundo, 2011 podría traernos buenas noticias; la anomalía no sería que empezáramos a recuperarnos, sino que siguiéramos estancados.
Esperemos, pues, que en 2011 los malditos especuladores se lo pongan tan difícil a nuestros gobernantes como se lo han puesto en este ejercicio que ya termina. Lo contrario sólo haría aún más devastador un inexorable gran colapso final.
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