El falso debate entre austeridad y crecimiento
Por Juan Ramón Rallo
Desde hace meses se viene contraponiendo las políticas de austeridad a las políticas de crecimiento. Se suele decir que Europa ha apostado excesivamente por las primeras y olvidado que, en tiempos de recesión, hay que dejar espacio a las segundas.
Así las cosas, siempre que algún burócrata europeo incide en la necesidad de que nuestras economías crezcan –ya sea Van Rompuy, Draghi, Hollande o incluso, recientemente, Merkel–, enseguida se sugiere que semejante individuo está presionando a Bruselas para que cambie de estrategia.
En realidad, sin embargo, la estrategia de austeridad no es ni mucho menos incompatible con la de crecimiento, sino, por el contrario, absolutamente complementaria. A la postre, política de crecimiento es que los mercados sean más libres para que los potenciales emprendedores no encuentren cortapisas a la hora de acometer sus planes de negocio. Lo que necesita Europa es justamente eso: que los proyectos rentables del sector privado no se vean artificialmente constreñidos por absurdas regulaciones o por programas de endeudamiento públicos que erosionan la solvencia de toda la comunidad.
El problema es que muchos analistas, imbuidos de antieconomía keynesiana, inmediatamente equiparan políticas de crecimiento con políticas de estímulo fiscal. En tal caso, sí, pedir que Europa no se centre en la austeridad y persiga políticas de crecimiento supondría una manifiesta contradicción: se estaría buscando reducir el déficit... y aumentarlo.
Claro que sólo aquellos que consideren que cualquier aumento del gasto, y en concreto del público, alumbra un saludable y beneficioso crecimiento económico podrán afirmar sin ruborizarse que la política de crecimiento que necesita Europa es una que pase por aumentar aún más el gasto público. No: si los países de la periferia de Europa se encuentran contra las cuerdas es porque cada vez se confía menos en su solvencia: sus enormes deudas aparecen impagables por parte de un aparato productivo necesitado de numerosos ajustes para ver mejorada su competitividad, y la inversión nacional y extranjera huye despavorida para refugiarse en prados más seguros.
Como muestra, dos botones: sólo en el primer trimestre de 2012, los extranjeros han enajenado más de 60.000 millones de euros en deuda española; situación que se repite, corregida y aumentada, en el sector privado, donde desde hace meses se registra una fuga de financiación que nos habría llevado directos a la suspensión de pagos de no ser por las líneas de liquidez que tan generosa como imprudentemente ha abierto el Banco Central Europeo a la banca española (a finales de febrero, el Eurosistema, a través del BCE, extendía un crédito a la banca española de más de 200.000 millones de euros). Desde luego, mientras este pánico nacional –análogo a un pánico bancario– no se supere, España no tiene la menor esperanza de recuperarse.
La cuestión, pues, es por qué nadie, ni dentro ni fuera, se fía de España y de la periferia europea; por qué nadie quiere invertir en crear nuevas empresas o en participaciones de las ya existentes. Los habrá suficientemente ingenuos como para pensar que la tragedia que nos aflige es una dinámica que se alimenta a sí misma: si nadie gasta –tampoco el Estado, como consecuencia de las devastadoras políticas de austeridad–, las oportunidades de inversión decaen y el capital tendrá que salir a buscarlas fuera.
El problema de tan simplista diagnóstico es que no explica por qué la inversión no permanece o entra en la periferia no ya para satisfacer el languideciente gasto interno de ésta, sino para producir y exportar hacia otras partes del mundo donde el gasto se muestre más pujante. Y la respuesta es sencilla: primero, porque a corto plazo no somos, ni siquiera exportando, lo suficientemente productivos como para mantener nuestro desproporcionado nivel de gasto total y hacer frente a todas nuestras deudas (públicas y privadas); segundo, y derivado de lo anterior, porque la suspensión de pagos de la periferia muy probablemente acarrearía su salida del euro y, por tanto, una devaluación de entre el 30% y el 40% de todos los activos en ella situados. Así que ahora mismo no se trata del destino ideal para invertir a largo plazo o tener los ahorros de toda una vida.
¿Qué hacer? La salida a la crisis no era, desde luego, sencilla. En primer lugar, se trataba de que nos apretáramos el cinturón para que el capital se quedara, siguiera creciendo por medio del ahorro anual de parte de nuestras rentas (incluyendo los beneficios empresariales) y contribuyera a sanear la parte más sana del tejido productivo, así como a levantar nuevas empresas en los sectores más dinámicos (por ejemplo, la exportación). En segundo lugar –o, más bien, primero bis–, había que liberalizar la economía, para que los inversores lo tuvieran lo más fácil posible a la hora de encontrar oportunidades de ganancia. Es decir, austeridad más liberalización/crecimiento: ¿incompatibilidad entre ambos empeños? Ninguna.
Apostar por políticas de crecimiento asentadas en un aumento del gasto público financiado con deuda es una equivocación por dos razones fundamentales: 1) porque el sector público desconoce cuáles son las múltiples y diversas inversiones que en estos momentos necesita nuestra economía y 2) porque tales inversiones se están sufragando mediante la adición de nueva deuda a una economía apalancada en exceso y al borde de la suspensión de pagos. Es decir, dilapidaremos el escaso ahorro que vamos generando en proyectos improductivos, todo lo cual sólo nos empujará un poquito más hacia el abismo.
Tras varios años de políticas fiscales tremendamente expansivas (en España, el déficit público se ha reducido menos de 3 puntos desde 2009), los hay que todavía reclaman que sigamos perseverando en semejante locura. No es seguro que a estas alturas tengamos otra salida que el impago; lo que sí es seguro es que eso no es excusa para desistir de hacer las cosas bien... o para seguir haciéndolas mal y empobrecernos aún más. Políticas de crecimiento, sí; políticas de engorde mórbido, no.
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