Éric Vuillard (Lyon, 1968) retrocede hasta el 20 de febrero de 1933 para cimentar esta tesis. En esa fecha, Hitler convoca secretamente a veintisiete grandes industriales alemanes en el Palacio Presidencial del Reichstag para pedirles su apoyo en las inminentes elecciones parlamentarias. Los empresarios se reúnen en el despacho de Göring y, tras escuchar a Hitler, acuerdan entregar una suma colosal para garantizar la victoria del NSDAP. Entre los asistentes, se halla Gustav von Krupp, poderoso gestor del grupo Krupp AG, la compañía que desde hace décadas lidera en Alemania la producción de acero, armamento y maquinaría agrícola pesada. Su fotografía sirve de portada a la novela de Vuillard, mostrando el rostro duro, afilado y aristocrático de un hombre que llegó a construir empresas en las cercanías de Auschwitz para utilizar mano de obra esclava.
Los poderosos empresarios no son individuos comunes, sino máscaras que ostentan el poder real, efectivo, con una perfecta discreción. Destacan por su prudencia, su elegancia, su insuperable cinismo. Sus negocios trascienden su destino individual, pues en nuestro tiempo “las empresas no mueren como los hombres. Son cuerpos místicos que no perecen jamás”. Los nuevos dioses se llaman Bayer, Afga, Opel, IG Farben, Siemens, Allianz, Telefunken. Los políticos no actúan de una forma menos indigna que los grandes empresarios. Lord Halifax acepta la invitación de Göring a su mansión campestre, participando en sus cenas y cacerías. Sabe que es un megalómano aficionado a los uniformes de fantasía, un morfinómano de reacciones imprevisibles, pero no le molesta su compañía. Presiente una secreta afinidad. Halifax vuelve al Reino Unido convencido de que el nazismo no es una ideología aberrante. Escribe al primer ministro Baldwin, celebrando el anticomunismo de sus anfitriones. En un alarde de sinceridad, elogia el nacionalismo y el racismo, fuerzas pujantes que no deben considerarse “contra natura ni inmorales”.
Schuschnigg no podrá resistir la presión y concederá poderes crecientes al pronazi Seyss-Inquart, al que conoce desde la universidad. Los dos aman la música de Bruckner, Haydn, Beethoven y Mozart. Ambos son autoritarios, nacionalistas, antisemitas. Las mentes más cultivadas también pueden sucumbir a la barbarie ideológica. Ribbentrop no es tan refinado, pero puede ser un conversador elocuente. Diserta interminablemente sobre tenis ante Chamberlain y Churchill, mientras Hitler entra en su país natal sin encontrar resistencia. Su discurso en Viena preludia la parodia de Chaplin. Apenas se entienden palabras sueltas: “guerra”, “judíos”. Las multitudes sonríen, pero en el mes siguiente se suicidan 1500 personas: judíos, socialdemócratas, intelectuales. Vuillard se permite una licencia fantástica en el último capítulo, presentando a Gustav von Krupp atormentado por los fantasmas de la carnicería financiada con su capital. La visión de las víctimas sólo dura unos segundos, pues su mente ya viaja hacia la demencia senil.
Hitler fue derrotado, pero las empresas que lo financiaron y obtuvieron grandes beneficios con su régimen apenas respondieron por sus crímenes. Bayer, BMW, Siemens, Agfa, Shell, Telefunken, IG Farben, utilizaban mano de obra procedente de Mauthausen, Dachau, Auschwitz. Durante la posguerra, aumentaron su poder con fusiones, como es el caso del grupo Thyssen-Krupp. Krupp pagó indemnizaciones ridículas a los deportados que sobrevivieron a la esclavitud en sus fábricas. Actualmente, los nazis son seres ridículos, los malos eternos del cine. El filósofo Günter Anders trabajó como mozo y ascensorista en el Hollywood Custom Palace, limpiando los falsos uniformes de la Alemania nazi que se alquilaban para las películas. Vuillard apunta que hay algo perverso en ese destino. Anders significa “otro” y el objetivo del nazismo era la humillación y el exterminio del otro. El orden del día es una magnífica novela, con una prosa limpia y cartesiana, y un trasfondo muy alemán, muy filosófico, muy hegeliano. Su enfoque -original, provocador- extiende una sombra inquietante sobre nuestras sociedades democráticas. El poder económico se adapta a cualquier ideología para no perder su influencia. Hitler perdió la guerra, pero los Krupp -discretos, pulcros- siguen ahí, “con los mismos pañuelos de seda en el bolsillo de la chaqueta”, preparados para el próximo asalto. “Nunca se cae dos veces en el mismo abismo -concluye Vuillard- Pero siempre se cae de la misma manera, con una mezcla de ridículo y terror”.
@Rafael_Narbona
Los poderosos empresarios no son individuos comunes, sino máscaras que ostentan el poder real, efectivo, con una perfecta discreción. Destacan por su prudencia, su elegancia, su insuperable cinismo. Sus negocios trascienden su destino individual, pues en nuestro tiempo “las empresas no mueren como los hombres. Son cuerpos místicos que no perecen jamás”. Los nuevos dioses se llaman Bayer, Afga, Opel, IG Farben, Siemens, Allianz, Telefunken. Los políticos no actúan de una forma menos indigna que los grandes empresarios. Lord Halifax acepta la invitación de Göring a su mansión campestre, participando en sus cenas y cacerías. Sabe que es un megalómano aficionado a los uniformes de fantasía, un morfinómano de reacciones imprevisibles, pero no le molesta su compañía. Presiente una secreta afinidad. Halifax vuelve al Reino Unido convencido de que el nazismo no es una ideología aberrante. Escribe al primer ministro Baldwin, celebrando el anticomunismo de sus anfitriones. En un alarde de sinceridad, elogia el nacionalismo y el racismo, fuerzas pujantes que no deben considerarse “contra natura ni inmorales”.
'El orden del día' es una magnífica novela. Su enfoque - original, provocador- extiende una sombra inquietante sobre nuestras democracias
Conviene señalar que Hitler no era un ideólogo, sino un demagogo que plagiaba ideas ajenas. El nacionalsocialismo alemán aprovechó la exaltación nacionalista de Herder y Fichte, el panegírico del Estado prusiano de Hegel y la utopía comunitaria de Schelling. Son ideas filosóficas, pero en los años 30 ya habían echado raíces en el inconsciente colectivo. Por eso, cuando Hitler anunció a sus generales en 1937 que el Reich alemán debía controlar el corazón de Europa y extenderse hacia el Este, no halló oposición, sino entusiasmo. La doctrina del espacio vital ya no parecía una reivindicación política, sino una exigencia de la razón. Nacido en Braunau am Im, una pequeña ciudad fronteriza austriaca, Hitler contemplaba el Anschluss como una necesidad histórica. Austria era alemana. Por cultura, idioma y raza. El austrofascismo del canciller Dollfuss no era pangermánico. De ahí su asesinato a manos de los nazis austriacos. Kurt Schuschnigg, su sucesor, se entrevistará con Hitler en Berghof, intentando preservar la soberanía de Austria, pero su carácter débil naufraga en la impotencia. Vuillard introduce una nota lírica, comparando las negociaciones con las pinturas del suizo Louis Soutter, que pasa sus últimos días en un asilo de Ballaigues. Pobre, desconocido y enfermo de artrosis, Soutter dibuja espeluznantes fantasmas y esqueletos con sus dedos deformados: “Repulsivos y terribles monigotes se agitan en el horizonte del mundo donde rueda un sol negro”. Sin pretenderlo, la propaganda de Goebbles ha convertido a Hitler en uno de esos monigotes. El canciller del Reich de los mil años es “una criatura quimérica, aterradora, inspirada”.Schuschnigg no podrá resistir la presión y concederá poderes crecientes al pronazi Seyss-Inquart, al que conoce desde la universidad. Los dos aman la música de Bruckner, Haydn, Beethoven y Mozart. Ambos son autoritarios, nacionalistas, antisemitas. Las mentes más cultivadas también pueden sucumbir a la barbarie ideológica. Ribbentrop no es tan refinado, pero puede ser un conversador elocuente. Diserta interminablemente sobre tenis ante Chamberlain y Churchill, mientras Hitler entra en su país natal sin encontrar resistencia. Su discurso en Viena preludia la parodia de Chaplin. Apenas se entienden palabras sueltas: “guerra”, “judíos”. Las multitudes sonríen, pero en el mes siguiente se suicidan 1500 personas: judíos, socialdemócratas, intelectuales. Vuillard se permite una licencia fantástica en el último capítulo, presentando a Gustav von Krupp atormentado por los fantasmas de la carnicería financiada con su capital. La visión de las víctimas sólo dura unos segundos, pues su mente ya viaja hacia la demencia senil.
Hitler fue derrotado, pero las empresas que lo financiaron y obtuvieron grandes beneficios con su régimen apenas respondieron por sus crímenes. Bayer, BMW, Siemens, Agfa, Shell, Telefunken, IG Farben, utilizaban mano de obra procedente de Mauthausen, Dachau, Auschwitz. Durante la posguerra, aumentaron su poder con fusiones, como es el caso del grupo Thyssen-Krupp. Krupp pagó indemnizaciones ridículas a los deportados que sobrevivieron a la esclavitud en sus fábricas. Actualmente, los nazis son seres ridículos, los malos eternos del cine. El filósofo Günter Anders trabajó como mozo y ascensorista en el Hollywood Custom Palace, limpiando los falsos uniformes de la Alemania nazi que se alquilaban para las películas. Vuillard apunta que hay algo perverso en ese destino. Anders significa “otro” y el objetivo del nazismo era la humillación y el exterminio del otro. El orden del día es una magnífica novela, con una prosa limpia y cartesiana, y un trasfondo muy alemán, muy filosófico, muy hegeliano. Su enfoque -original, provocador- extiende una sombra inquietante sobre nuestras sociedades democráticas. El poder económico se adapta a cualquier ideología para no perder su influencia. Hitler perdió la guerra, pero los Krupp -discretos, pulcros- siguen ahí, “con los mismos pañuelos de seda en el bolsillo de la chaqueta”, preparados para el próximo asalto. “Nunca se cae dos veces en el mismo abismo -concluye Vuillard- Pero siempre se cae de la misma manera, con una mezcla de ridículo y terror”.
@Rafael_Narbona
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