En libros de gran éxito, como Las consecuencias económicas de la paz (1919) y la Teoría general del empleo, el interés y el dinero (1936), Keynes (1883-1946) dio razón económica de lo que estaba pasando en el mundo. Concretamente, con la Teoría general, el libro programático de la macroeconomía, Keynes creó un nuevo modelo económico que, rectificando el pensamiento económico clásico, hacía de la regulación económica de la demanda global –consumo, inversión, gasto público, exportaciones– por la intervención del gobierno en la economía (a través de los instrumentos de la política económica: política presupuestaria, política fiscal, política monetaria) la clave del equilibrio económico, del crecimiento, de la inversión y de la creación de empleo. La revolución keynesiana, que Keynes fue esbozando en libros, folletos, conferencias y artículos, proporcionó la respuesta que desde los gobiernos debía darse a crisis como la que la economía mundial sufrió en 1929, la mayor catástrofe del mundo moderno; y creó la teoría sobre la que se fundamentó la reconstrucción de las economías occidentales desde 1945, etapa de prosperidad que se prolongó hasta la crisis provocada por la elevación de los precios del petróleo por los países productores en 1973.
Keynes fue, sin embargo, la antítesis de un revolucionario. Nació en Cambridge, en una familia de profesores de universidad; se educó en Eton, el internado privado más exclusivista de Gran Bretaña; estudió filosofía y economía en Cambridge, en King’s College, el símbolo desde el siglo XV de aquella universidad (en razón ante todo de su Capilla, un bellísimo edificio de piedra blanca –con una formidable vidriera en una de sus fachadas y la mayor cúpula de abanico del mundo–, emplazado en el entorno del río Cam entre céspedes y árboles exquisitamente cuidados). La vida de Keynes –alto y desgarbado, con ojos claros y labios gruesos, excepcionalmente inteligente, conversador brillante, buen escritor y polemista temible–, vida que discurrió siempre en los círculos del poder y de la influencia, fue la historia de un éxito. Keynes fue sucesiva o simultáneamente alto funcionario, profesor de Economía en Cambridge, asesor de gobiernos y de ministros económicos, Lord (en 1942), director brevemente del Banco de Inglaterra –en 1944 participó activamente en las reuniones que llevaron a la creación del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial– y patrono de la Galería Nacional, el gran museo de Londres. Casado en 1925 (tras varias experiencias homosexuales) con la bailarina rusa Lydia Lopokova, Keynes amasó una inmensa fortuna en la Bolsa, en torno a 500.000 libras de 1940, unos 20 millones de euros de 2010: coleccionó arte (cuadros de Cézanne, Degas, Modigliani, Seurat…) y libros antiguos y manuscritos, como los de Newton, sobre quien en 1942 escribió un excelente ensayo biográfico.
Miembro, en efecto, de lo que él mismo llamó «la burguesía educada» británica –fue parte del «grupo de Bloomsbury», la minoría de escritores y artistas (Lytton Strachey, Virginia Woolf, Duncan Grant, Clive Bell, Roger Fry…) que renovó de raíz la literatura y el arte británicos–, Keynes fue por encima de todo un liberal inglés. Aun no siendo un hombre de partido y no estar interesado en la política como tal, colaboró en varias ocasiones con el Partido Liberal y se sentó en los escaños liberales cuando se incorporó a la Cámara de los Lores en 1942. Por ideas, creencias y educación, Keynes, que sentía un profundo desprecio por las ideas y maneras de la aristocracia, no encajaba en el mundo conservador. Los conservadores, decía, ni le divertían ni le estimulaban. Entendía que su mentalidad y su visión de la vida no promovían el bien público: no satisfacían ideal alguno ni respondían a ningún patrón intelectual.
El laborismo nunca le sedujo. Al contrario. «Para empezar, es un partido de clase –dijo–, y la clase no es la mía». Se sentía sinceramente más radical que el votante socialista medio. «El Partido Laborista –dijo en 1925, en la Escuela de Verano del Partido Liberal– estaría siempre flanqueado por el partido de la catástrofe: jacobinos, comunistas, bolcheviques, como se quiera llamarlos». Los sindicatos le parecían «ayer oprimidos, hoy tiranos» (y pensaba que era preciso resistirse –por razones económicas– a sus pretensiones y demandas). El marxismo le parecía un anacronismo decimonónico: el socialismo de Estado era para él, como demoledoramente escribió en El fin del laissez faire (1925), «poco más que una reliquia cubierta de polvo de un plan para afrontar los problemas de hace cincuenta años, basado en una comprensión equivocada de lo que alguien dijo hace cien años».
El liberalismo de Keynes asumía las ideas de justicia social y bienestar como responsabilidad del gobierno al servicio de los fines públicos del Estado: «El problema político de la humanidad –escribió en 1926– consiste en combinar tres cosas: eficiencia económica, justicia social y libertad individual». Keynes creía que el laissez-faire, el librecambio, el liberalismo clásico, había muerto. Pensaba que la solución, la clave para alcanzar los objetivos económicos de la sociedad contemporánea, estaba en «el capitalismo inteligentemente gestionado». Como expuso en ¿Soyliberal? (1925), Keynes defendía un nuevo liberalismo. En cuestiones económicas: estabilidad, control de las fuerzas económicas, justicia social, uso equilibrado y competente de políticas presupuestarias, fiscales y monetarias para lograr pleno empleo; crecimiento sin inflación; y servicios sociales indispensables. En cuestiones políticas: políticas de paz y desarme, arbitraje internacional en conflictos, aislamiento de regímenes no democráticos; descentralización y desburocratización del Estado, gestión autónoma de los servicios públicos, y plena satisfacción individual (permisividad sexual, control de la natalidad y aborto, derechos de la mujer, atención a la población adulta, derecho a la muerte sin dolor…).
Como pudo apreciarse en Las consecuencias económicas de la paz (1919), Keynes fue, cuando se lo propuso, muy buen escritor, incluso en sus libros más técnicos y áridos, como la propia Teoríageneral (1936). En Ensayosbiográficos (1933) recogió breves ensayos biográficos de políticos (Wilson, Lloyd George, Clemenceau, Churchill, Asquith…) y economistas (Malthus, Jevons, Alfred Marshall, la mujer de este y también economista Mary Paley Marshall, Edgeworth, Foxwell…), más dos breves ensayos sobre Einstein y Newton, y una reflexión, Miscreenciasjuveniles, sobre los ideales morales y estéticos que entre 1902 y 1906 aprendió en Cambridge bajo la influencia del filósofo G. E. Moore y su libro –decisivo para la generación de Keynes– Principia Ethica (1902). Dos cosas parecían concluirse de los ensayos: que de alguna manera Keynes fue fiel a sus creencias juveniles (hedonismo individual, ideal de belleza estética, valor de la amistad, intuicionismo ético); y que, sobre todo tras la I Guerra Mundial, se convenció de que las cuestiones económicas (políticas presupuestarias, impuestos, tasas de interés, gasto público, etcétera) eran ya el más importante de los temas políticos.
Juan Pablo Fusi, historiador.
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